El señor Ricardo Aguilar estaba atado, con unos nudos muy buenos, sin saber muy bien qué diablos pasó. Todo comenzó al inicio del día. Esta era una de esas mañanas en las cuales el señor Ricardo se sentía mucho más feliz que de costumbre. Tenía un poco más de energía almacenada en su cuerpo, tal vez tenga que ver con la cena del día anterior (tallarines en salsa blanca). Quería aprovechar el día para limpiar el sótano y jugar un poco más con la gata Franny.
Sara entró justo cuando el señor Ricardo estaba a punto de salir de la cama. Llevaba un vaso con un líquido verde.
—Papá, todavía es temprano, ¿Qué haces levantado? — preguntó ella con algo de sorpresa en su tono de voz.
El señor Ricardo hizo unos cuantos estiramientos, los máximos que pudo de acuerdo a su edad. La sensación de sus músculos estirándose y sus huesos reacomodándose era, cuanto menos, agradable. El anciano se sentó en la cama para ponerse sus zapatos.
—Hoy no — dijo el padre de Sara al ver el enorme vaso con el líquido misterioso —. Hoy va a ser un día muy agradable y estoy dispuesto a disfrutarlo lo mejor que pueda. Han pasado muchos años en los que no me sentía tan bien, con tanta energía. Quiero comerme el mundo — comentó con entusiasmo —. Voy a limpiar el sótano.
—¡Papá! — exclamó Sara con un toque de regaño en su voz —. Luego vas a estar agarrotado y adolorido. Te vas a quejar toda la tarde y te vas a llenar el cuerpo de aspirinas.
—Probablemente. Pero eso no me va a quitar lo mucho que voy a disfrutar del día.
—Además, ¿Limpiar el sótano? ¿Es en serio, papá? No hemos entrado al sótano en más de un año, quien sabe qué tipo de bichos pueden estar viviendo ahí.
El anciano no se tomaba muy en serio los comentarios de su hija.
—Ratas, musarañas, arañas, cucarachas y cualquier animal pequeño que guste vivir en la suciedad. Pero eso se acaba hoy. Voy a desalojar a esos malditos insectos de mi casa.
Trató de ponerse de pie solo para volver a sentarse unos segundos después. Los estiramientos no fueron una buena idea. Ahora tenía que descansar un poco antes de volver a levantarse. Sara se acercó a su padre para acariciarle su cabecita blanca.
—Vamos a tomarnos las cosas con un poco más de calma, ¿De acuerdo? Échate en la cama a dormir unas cuantas horas más, yo te despertaré y juntos haremos todas las tareas del día.
—¿Qué hay de tu trabajo?
—Hoy no me toca trabajar — dijo Sara con una sonrisa poco convincente.
Aun así, esa propuesta no bastó para convencer al señor Ricardo. Este volvió a intentar ponerse de pie y esta vez lo consiguió.
—No, ya no tengo sueño y quiero comenzar con mi día lo más pronto posible.
Sara entendió que había perdido la batalla y que cualquier intento de razonar con su padre solo caería en saco roto. Le acercó la bebida. El vaso verde contenía un líquido tibio y burbujeante. Si cualquiera viera ese vaso lo primero que preguntaría sería: ¿De qué set de película de terror de los 60 sacaste esa cosa? Pero la mera apariencia del vaso no bastó para alarmar al señor Ricardo Aguilar.
—¿Qué es esa cosa? — preguntó calmado, confiaba plenamente en su hija.
—Es un licuado de vegetales que te ayudará a tener más energía. Si eso es lo que quieres estoy dispuesta a ayudarte.
—Gracias hija.
El señor Ricardo tomó el vaso con sus manos temblorosas, Sara trató de ayudarlo pero este se negó. El señor Ricardo se la bebió completa de un trago. Tenía un sabor dulce y agradable. Era uno de esos casos en las que la frase “No juzgues a un libro por su portada” cuadraba a la perfección.
Sara observaba a su padre beber esa extraña bebida con una carencia total de emociones. Sara sabía que al final del día su padre iba a obedecer sus órdenes e iba a consumir lo que le preparase sin cuestionar nada.
En la llegada de la vejez del señor Ricardo y el compromiso de Sara por cuidarlo hasta el final de sus días hizo que su relación fuera por esa dirección. Mientras más débil era el anciano mayor era la fuerza autoritaria de Sara. Sin embargo Sara solo buscaba lo mejor para su padre. Ella era una experta en remedios naturales y se educaban constantemente en el tema leyendo innumerables artículos por internet.
A veces los probaba en ella misma, pero en la mayoría de los casos los probaba en su padre.
Su búsqueda de remedios caseros que mejorasen su calidad de vida no parecía tener fin. En este caso el remedio era natural, pero no fue preparado por Sara. Ella solo trajo el vaso. El árbol dejó salir de su tronco un apéndice carnoso, muy parecido a un intestino humano, que terminaba en punta. La punta era tan puntiaguda como una aguja, era capaz de arrancarle un ojo a Sara sin problemas. De ese apéndice salió ese líquido verde que su padre bebió con alegría, llenó el vaso hasta rebalsarlo, unas gotas cayeron en las manos de Sara. Sara olió el líquido.
Tenía el mismo olor al jugo especial que preparaba doña Zoila en su puesto en el mercado. Era su licuado favorito. Sara estuvo a punto de probarlo pero el árbol se lo prohibió.
“Dale esto”.
Fue su única orden. No añadió nada más, ni le dijo que hacía ese líquido. Sara fue a cumplir la orden sin rechistar. Ella estaba comprometida en cuerpo y alma a cumplir todas las órdenes del árbol, sin embargo había una pequeña vocecita en su cabeza que le preguntaba varias veces si lo que estaba haciendo estaba bien. Las preguntas eran constantes y rápidas, tenían la velocidad de las balas de una metralleta que destrozaban su cerebro haciendo que Sara sufriera una jaqueca.