El enorme ojo se separó como si fueran una ameba reproduciéndose. Del centro vacío se abrió un pequeño agujero del cual pude ver el exterior del árbol. La casa, las plantas y los humanos seguían ahí. Los fieles devotos de la secta del árbol despiadado estaban todos arrodillados, salvo por Sara que usaba una túnica negra y tenía un cuchillo levantado. Cerca de ella estaba el señor Ricardo, amarrado y sin ninguna posibilidad de escapar.
—Aquí te presento el sacrificio que me encomendaste. Ruego que te satisfaga.
Sara acercó el cuello al cuello arrugado del señor Ricardo. Con solo un leve movimiento de su brazo bastaría para acabar con su vida. No, no, no…
—Alto. Aun no. Antes quiero que hagas algo más por mi — dijo el árbol. Las risas histéricas en su interior se amplificaron.
Sara guardó el cuchillo pero no liberó a su padre. El árbol no le había perdonado la vida, tarde o temprano lo iba a sacrificio. El árbol solo quería probar un retorcido punto. Un punto que jamás le había pedido.
—Quiero que te quites la ropa.
—¿Qué? — preguntó Sara abrasándose a sí misma.
—Ya me oíste. Quítate la ropa. Ahora.
—Pero hay mucha gente — dijo Sara en una voz tan bajita que apenas pude escucharla.
—Si tanto quieres complacerme será mejor que hagas lo que te digo. Quítate la ropa. Ahora.
Sara suspiró. No le quedaba más remedio.
—Si, señor.
Sara se quitó la túnica, la blusa, los pantalones y la ropa interior quedando completamente desnuda frente al árbol, su padre y los demás. Nadie pareció querer poner una objeción al respecto. Su padre quería decir algo pero estaba asustado ante todo lo que estaba ocurriendo que prefirió mantener con la boca cerrada. Era obvio que no aprobaba nada de lo que estaba pasando.
Nadie estaba disfrutando de este espectáculo degradante. Todos estaban quietos, con expresiones muy parecidas a la de una estatua. Sara estaba más nerviosa que nunca. Todas las miradas estaban fijas en ella, pero nadie se atrevía a hacer nada, a menos que el árbol lo ordene. Con solo una orden de ese monstruo y todo esto podría convertirse en una orgia para mayores de 18 años.
—Bien hecho. Ahora quiero que bailes frente a mí.
Sara obedeció y se puso a bailar. Sus movimientos eran sensuales y provocadores. Movía mucho las caderas y el trasero, se masajeaba los pechos como si estos estuvieran hechos de arcilla y quisiera formar una estatua.
—Quiero que todos hagan lo mismo.
Con una menor resistencia que Sara el resto de las personas de la secta se quitó la ropa y comenzó a bailar, eso incluía a Francisco y sus amigos que no tuvieron más remedio que obedecer. Por mucho que lo intentasen sus movimientos eran mucho más erráticos que los de Sara, sobre todo las mujeres de 80 años que habían sido traídas por sus nietos.
—Sara, quiero que frotes tu cuerpo en mí.
Sara se acercó con pasos más confiados. No es que le gustase lo que hacía, se estaba acostumbrando a las despiadadas órdenes del árbol. No era lo mismo. Sara frotó su cuerpo como si fuera una calcomanía en un auto. Del tronco salieron varias espinas que pincharon distintas partes de su cuerpo. Sara puso una mueca de dolor, pero no se movió.
El árbol no le había dicho que se moviera. Los demás seguían bailando.
—Ya pueden vestirse — todos obedecieron de inmediato. El lugar tenía un viento tan malvado que el estar desnudo era contraproducente. Escuchamos varios estornudos — ¿Y bien? ¿Les gustó formar parte del espectáculo?
Todos. Hombres, mujeres, ancianos aplaudieron y silbaron de alegría. Sara se puso roja y levantó las manos, recibiendo los halagos. Todavía seguía desnuda.
—Gracias. Muchas gracias. Fue un auténtico honor el haberles traído este espectáculo.
Los aplausos continuaron hasta hacerse insoportables, incluso para mí que tenía un oído defectuoso. Quería poder levantar mis patas para cubrir mis orejas. El árbol cerró el agujero y el ojo regresó para enfocarse en mí. Sentía que miraba mi alma. Movía la cabeza para no tener que mirarlo. No sirvió de nada. Un par de ramas salieron de quien sabe dónde y rodearon mi cabeza hasta convertirla en un monolito inamovible. Me estaba obligando a mirarlo.
Odio a este árbol y odio al maldito ojo que tengo frente a mí.
—¿Lo ves? Puedo controlar a los humanos tanto como quiera. Ellos son mis marionetas y harán todo lo que les ordene sin importar lo ruin y humillante que sea.
—Tramposo. Eso no prueba nada — dije a un volumen fácil de escuchar. No lo dije en un intento de parecer más valiente de lo que realmente soy. Lo dije sabiendo que al decirlo me iba a enfrentar a unas severas consecuencias. Ya había aceptado mi inminente muerte así que ¿Por qué no hacerlo con la conciencia de que he hecho enojar a ese monstruo? Aunque sea por unos segundos.
Las ramas presionaron aún más mi cabeza. A varias de ellas les habían salido unas convenientes espinas. Sentía como atravesaban mi pelaje y mi piel. Creía que iba a llegar a mi cerebro en cualquier momento.
—¿Qué dijiste? — no había ningún rastro de ese tono presuntuoso y condescendiente de antes. Seriedad. Pura y dura seriedad. ¿A quién engaño? Temo por las consecuencias. Temo por mi vida.