Francisco y sus amigos vieron todo este desagradable espectáculo, e incluso formaron parte del mismo, pero ya no más. No podían seguir formando parte de esto. Tenían que hacer algo.
Tres disparos. Tres disparos certeros y los tres sujetos que sostenían al señor Ricardo cayeron muertos, cada uno con un diminuto agujero en la cabeza. Sara y su rehén se mostraron sorprendidos ante este inesperado ataque. Y no eran los únicos. Todos los miembros de la secta jadearon del asombro. Nadie podía culparlos. Esperaban que mucha mierda rara ocurriera en las próximas horas, pero nada relacionado con la muerte de los suyos.
Francisco fue el responsable del disparo. Tenía un arma en la mano y otras dos más en su cinturón. Tres personas más, igual de armados y peligrosos, se pusieron cerca de él. Ese pequeño escuadrón de la muerte vio como las expresiones pasaban del asombro al odio más puro. Si ellos pudieran leer la mente se toparían con un montón de pensamientos que los involucraban a ellos en situaciones muy dolorosas.
¿Cómo se atreven ellos a interrumpir algo tan hermoso?
Algunos se acercaron desafiantes, pensando que serían capaces de detener a un grupo de personas armadas. Francisco señaló a dos policías que todavía estaban bajo el control del árbol. Uno de sus amigos los mató sin piedad. Sin la autoridad el caos podía entrar por la puerta grande.
Más que caos sería una nueva autoridad que quería acabar con esto de una vez.
—Damas y caballeros la fiesta se terminó. Quiero que todos se larguen de aquí — Francisco apuntó a cualquiera que se atreviera a mover un musculo. Señaló a Sara, que estaba más quieta que una estatua, con su arma —. Tengo una charla muy importante que hacer con ella y este árbol tiene una cita con una motosierra, y no quiero testigos. ¡Váyanse!
La masa se quedó quieta ante las palabras de Francisco. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada, y lo más importante: nadie se movió de su lugar. Era como si una fuerza más allá de la comprensión de ellos mismos (y sus agresores) les impidiera moverse camino a la puerta de salida. Los rostros se mostraban estoicos, inexpresivos. Las sensaciones, muy humanas, del miedo y el asombro se habían ido de sus caras, al menos de forma superficial. La influencia del árbol era muy grande pero este no anuló el miedo en ellos. Si uno mirase más de cerca podría ver el inmenso terror que esas personas estaban sintiendo.
Si uno pudiera leer sus pensamientos se daría cuenta que la vasta mayoría está rezándole al dios árbol para que hiciera algo y no los dejase abandonados.
Francisco estaba empezando a perder la paciencia, y no era el único. Mateo Lorca, uno de sus amigos, tenía el dedo peligrosamente cerca del gatillo. No recordaba cuando fue la última vez que se divertía tanto.
—Tal vez necesiten un poco de motivación para que pongan sus pies en movimiento.
Alonso, Eduardo y Mateo apuntaron al suelo. Esperaban las ordenes de Francisco. Una orden bastaría para hacer que todos se pongan a bailar al ritmo de las balas. Cuando Francisco estuvo a punto de dar la orden escucharon un grito bélico. Era Sara, quien tenía un cuchillo levantado. Ella corrió en dirección a Francisco, los cañones pasaron a apuntarle a ella.
—¡Esperen! Ella no. La quiero viva.
Sara se le lanzó encima. Ambos cayeron al suelo con violencia, Francisco escuchó un par de vertebras salirse de su lugar. Francisco quería mandar todo a la mierda y hacer que Sara formase parte del creciente número de víctimas, pero tenía grandes planes para ella. Planes que involucraban un interrogatorio y mucha tortura. Incluso si Sara le daba la información que quería (la ubicación del cadáver de su hijo) la iba a torturar con mucha lentitud. Se lo había ganado a pulso.
Sara quería apuñalarlo en la cara, pero Francisco detuvo el paso del cuchillo agarrando su muñeca. Sara era alguien más fuerte de lo que Francisco le daba crédito, aunque estaba cubierta de una túnica Francisco pudo ver ciertos vestigios de unos brazos musculosos. El cuchillo seguía avanzando a pesar de los obstáculos. Eduardo, Mateo y Alonso tuvieron que intervenir para evitar que la cara de Francisco se convierta en un soporte de cuchillos.
Con los cuatro sujetos ocupados los demás podían atacar. Tenían una desventaja en armas, pero una ventaja numérica. Podían hacer algo. Mateo se alejó del grupo y apuntó a los demás con su pistola, consiguiendo doblegar al rebaño.
Mateo era alguien calvo, cuya cabeza se había convertido en una linterna defectuosa ante las luces del techo. Aunque tenía un buen desempeño físico (como casi todos los miembros del grupo) era el más delgado de los cuatro. Sin embargo también era el más ágil, tanto física como mentalmente. Eso le permitía tomar decisiones apresuradas en los momentos más complicados.
Todos se alejaron ante la presencia del arma y del sujeto enojado que no tenía ningún inconveniente en usarla.
—Al primero que se mueva le meto un balazo en la cara.
Todos se quedaron quietos. El árbol no les había ordenado que sacrificaran sus vidas, sino esa amenaza hubiera caído en saco roto. Mateo les ordenó que levantaran las manos. Todos obedecieron.
Doblegar a Sara fue mucho más difícil de lo que parecía. Sara le dio un codazo a Alonso para quitarlo de encima. Esto solo consiguió que su nariz sangrara y su ego se debilitara. Alonso no toleraba que lo golpeen, mucho menos que lo hiciera una mujer. Él solía responder de la misma manera cualquier acto de violencia: con más violencia. Alonso la golpeó en la cabeza con la culata de su arma. El golpe aturdió su arma y mojó su cabellera con sangre.