Pascal les encomendó una tarea muy peligrosa, de la cual es poco probable que varios sobrevivan. Y por eso mismo todos se aseguraron de ir preparados. Los ratones se armaron de clavos oxidados, trozos de vidrio y cualquiera cosa metálica y filosa que estuviera al alcance de sus patas. Se amarraron una chincheta en la espalda y usaron papel aluminio para crear cascos y otras armaduras.
Los ratones solo tenían que distraer al árbol y a los humanos mientras que Pascal, Nerol ponían la bomba cerca del él y la hacían estallar. Sonaba sencillo, pero las complicaciones no tardarán en aparecer. Los ratones estaban de suerte porque todos los humanos tenían los pies descalzos. Una de las reglas de la secta era que todos tenían que quitarse los zapatos para poder entrar. Tanto el árbol como el pasto detestaban la suciedad de los zapatos.
Los ratones llamaron a los humanos con un chillido bélico y atacaron las zonas más vulnerables de los humanos: sus pies. Pinchaban, mordían, apuñalaban, cortaban todo lo que podían dejando su marca en la piel y bañándose de sangre en el proceso. los humanos trataban de defenderse como podían pero los ataques eran demasiado rápidos y los ratones, demasiado escurridizos.
Pero no todos fueron pequeñas victorias para los ratones. Los humanos aprovecharon la ventaja del tamaño para pisar a los ratones, rompiéndoles algunos huesos; agarrarlos, aguatando el dolor de los mordiscos y los pinchazos, y arrojarlos lejos cual bala olímpica; o solo darles una buena patada.
La balanza se invirtió en cuestión de minutos y los humanos tomaron el control de la situación. Los ratones morían o quedaban heridos a mayor velocidad y los humanos se mostraban más resistentes a sus ataques.
En medio del ataque los ratones se quedaron con un pensamiento colectivo: Esta es una misión suicida.
Otro grupo de ratones, igual de armado, cargaba una pequeña botella de aceite. Vació el contenido en el pasto, bañando a las hojas de un aceite con mucho colesterol. Con la ayuda de un encendedor prendieron la zona derramada creando una pequeña llamarada que causó que el árbol lanzara un grito desgarrador.
—¡Apaguen ese fuego y aniquilen a esos malditos ratones! — ordenó el árbol.
Esta vez el árbol decidió intervenir en la situación.
Las hojas del pasto crecieron hasta envolver a los ratones y cubrirlo, impidiendo cualquier movimiento de su parte. Los ratones se quedaron a merced de los humanos, quienes los aplastaron sin piedad. Su sacrificio no fue en vano. Si consiguieron distraer el árbol, el tiempo suficiente para que Eduardo Zúñiga pueda salir de su prisión de césped y presionar el botón que activaría su bomba.
La explosión causó que el árbol aullara de dolor e hizo que el pasto se calmara y liberara a los ratones. El evento explosivo alejó a los humanos de los roedores y fueron a ayudar a su dios dañado. Solo sobrevivieron un quinto de la manada. Estos, heridos y bañados en sangre, vieron los restos de los suyos (frescos y en alto estado de descomposición), al igual que las otras especies que sobresalían en ese jardín de muerte (incluidos los humanos).
Solo quedaba una cosa por hacer.
—¡Retirada! — gritaron todos al mismo tiempo.
Los ratones salieron corriendo del jardín, cual zona de guerra de tratase. Aprovecharon que el árbol no tenía control del pasto y salieron por la cerca. Algunos vecinos que pasaban por ahí se espantaron al ver a tantos ratones saliendo de la casa del señor Ricardo. Una señora se desmayó. Se hubieran desmayado más personas si hubieran visto al número inicial de ratones (cinco veces más de los que están saliendo ahora mismo) salir. Los ratones no le tomaron importancia a lo que pensaran los humanos. Solo querían escapar de ese hogar infernal. Lo único que les importaban era su supervivencia.
Que Pascal y Nerol se las arreglen solos.