Aquel arbusto debiera haber sido un conjunto de virtuosismos parido por la madre naturaleza. Si algo llegaba a ser inconcebible era el hecho de aceptar que aquella obra de arte contenía en sus entrañas una maquinación perniciosa, inquietante y aterradora. Todo un misterio que abarcaba más allá del amplio horizonte de la razón, llevando al límite cualquier frágil frontera entre luces y sombras.
Del resto fresca y lozana presencia, aroma penetrante y porte galante firmaban el más acertado regalo conociendo los gustos de doña Aurelia, una señora entrada en años amante del reino vegetal en su amplia complejidad.
Residía en una casona solariega venida a menos, cerca del antiguo cementerio de coches reconvertido a parque público tras años de lucha enfrentando vecinos y concesionaria.
El arbusto de marras no le resultaba familiar. No se consideraba una experta cinco estrellas en la materia pero sí poseía suficientes conocimientos como para reconocer variopintas especies… no era el caso. Se caracterizaba por sus flores pequeñas, alargadas y de color marrón. Las raíces paliduchas superficiales descansaban en compost esclavizado por el férreo perímetro de un feo contenedor de plástico.
El reloj de la iglesia marcaba las dieciséis horas de una calurosa tarde de verano. El sol castigaba con justicia a cualquiera que osara pasear alejado de la sombra de árboles, balcones o cualquier elemento del mobiliario urbano que hiciese labores de improvisada sombrilla. Los haces de luz bañaban asfalto y aceras con tal virulencia que la sensación de bochorno aumentaba a raudales.
Por lo tanto ver las terrazas repletas de clientes entraba dentro de lo normal. Reían y cotilleaban, metiendo entre pecho y espalda todo tipo de líquidos, desde aguas hasta zumos, pasando por otras consumiciones como vinos, cervezas y demás. Algunas señoras portaban abanicos increíblemente decorados, otras sombreros de paja bastante pintorescos que les daban cierto toque cómico.
Repentinamente doblando la esquina emergió un chaval como por arte de magia. Iba tan veloz que tropezó con el señor Gómez, hombre de poblado y acicalado bigote y portentosa barriga que llevaba al límite un par de botones de una camisa floreada completamente sudada. Por causa del impacto derramó parte de la bebida y ésta presurosa fue bajando hasta formar una pequeña balsa en la ingle. Tras la oportuna regañina el chico se repuso y siguió a lo suyo, sin hacer caso a los allí presentes.
Vestía una simple bermuda kaki y en la cabeza una gorra rayada que saliera volando tras la fortuita colisión con el gordo antipático. El susodicho continuaba observándolo de reojo, malhumorado y mentando progenitores mientras se limpiaba con un par de servilletas. Enseguida se evidenció el motivo a tal premura, el infante corría detrás de un gato de pelaje negro, calvas en los cuartos traseros, esquelético y repleto de cicatrices.
El crío portaba un rifle de agua que curiosamente perdía líquido por todas partes menos por la boquilla. Acribillaba al pobre minino que a duras penas lograba esquivar los chorrazos que le venían enciman. Era una sucesión de ráfagas tan precisas que semejaba un avezado soldado armado con dos metralletas, una en cada mano.
Tras recorrer varios metros siguiendo la línea de la acera un muro de granito de no más de metro y medio de alto daba relevo a la misma. Al mismo tiempo desde ahí partía la cuneta, tomada por hierbas secas, plásticos y latas. De ágil maniobra el gato se fue para allá. Pegó dos saltos y con agilidad gatuna se perdió en el interior de la finca que estaba a monte. El niño se detuvo contrariado, comprendiendo que su juego había concluido. Con rabia lanzó un par de ráfagas al suelo, el agua se evaporó rápidamente.
Mientras regresaba, frustrado, iba dando órdenes a un ficticio comando del que por supuesto era su líder. Y para que no quedasen dudas de sus comandas realizaba aspavientos con los brazos. Más adelante vio una lata de refresco derramando sus últimas gotas sobre el tórrido firme. Sin pensárselo dos veces le propinó tal puntapié que salió volando como un obús. Dibujó tal parábola que terminó aterrizando en la chepa del señor Gómez…
El timbre sonó con insistencia. Doña Aurelia se encontraba en el invernadero. Con paso tranquilo dirigió sus andares a la entrada principal. Abrió la puerta sin dejar de esbozar esa sonrisa que caracterizaba su arrugado y añejo rostro. No había nadie, estaban los alrededores tan ausentes de vida como la calle que bajaba al parque. Entonces descendió la mirada sobre la alfombra de flecos. Justo encima de las letras gastadas dando la bienvenida un pintoresco arbusto sin envoltorio, sin tarjeta ni identificación alguna.
Mostraba buen color, tamaño medio y se lo veía lustroso. Un antiestético tiesto negro cerraba aquel curioso presente. De nuevo volvió a otear la calle, ni un alma, repitió la acción un par de veces con idéntico resultado...
Hizo cábalas al respecto. No podía haber otra explicación ¡claro! Algún vecino, una amiga, tal vez un familiar de fugaz visita. La gente conocía sobradamente su gran afición al reino verde. Ella recogía plantas, sanas y enfermas, para darles un futuro en aquel oasis de oportunidades.
Siguió elucubrando. El desconocido agasajador a buen seguro habría estado llamando al timbre hasta entumecérsele el dedo. ¿Cuán prolongada habría sido la espera? Su oído no pasaba por el mejor momento, fallando tanto o más que una escopeta de feria.
No le dio mayor importancia y miró con atención aquel presente. Por más que se estrujaba la sesera no lograba identificar la especie. Eso sí, se lo veía repleto de vida; sus hojas más grandes tomaban forma aserrada, mostrando intenso verdor. En cambio las pequeñas flores, más abundantes y alargadas, destacaban en color marrón.
Doña Aurelia no pudo evitar tocarla. Se destapó el tarro de las esencias en forma de hipnotizador aroma a limón y azahar. ¿Sería olor a dioses? Sin más dilaciones lo recogió, no sin volver a mirar por última vez a un lado y otro de la vía.