El Instituto de Neuroarqueología era un esqueleto oxidado en medio de la niebla urbana. Las cámaras de seguridad estaban apagadas. Las puertas, semi abiertas. Un lugar olvidado por todos… excepto por los que sabían exactamente qué buscar.
Cassandra caminó por el pasillo principal, entre hologramas quemados y vitrinas rotas. El eco de sus pasos era lo único que se escuchaba, hasta que llegó al corazón del complejo: una sala circular, antigua, llena de pantallas apagadas y dispositivos cubiertos de polvo.
Y allí estaba él.
Elías Corven.
Más delgado, envejecido, pero con la misma mirada intensa de siempre. Se giró apenas al verla, y sonrió sin sorpresa.
—Tardaste más de lo que esperaba.
—Creí que estabas muerto —dijo Cassandra, intentando sonar firme.
—Lo estoy. Al menos para ellos. Para lo demás… no tanto.
Se sentaron frente a frente, sin preámbulos.
—Estoy viendo a alguien en los ecos —dijo Cassandra—. No está registrado. Me habla. Anoche entró en mis sueños. Y recordó algo que yo… no sabía que había olvidado.
Elías asintió lentamente, como si todo encajara.
—No es un eco.
—¿Entonces qué es?
—Un huésped.
Cassandra entrecerró los ojos.
—¿Estás diciendo que hay algo… vivo… dentro de los recuerdos?
—No vivo como tú lo entiendes. Lo que tú viste es una manifestación. Un fragmento de conciencia. Los ecos no solo almacenan emociones. En ciertos casos, especialmente donde ha ocurrido trauma colectivo o repetido, el residuo se convierte en algo más… persistente.
Hizo una pausa, luego sacó un viejo dispositivo, lo encendió, y mostró una grabación: un escaneo antiguo de un eco en un monasterio derrumbado.
Allí estaba él. El mismo hombre sin rostro.
Pero la fecha del archivo era del año 1976.
—¿Cómo…? Eso es imposible.
—No. Es ancestral. Cassandra, lo que has visto ha aparecido a lo largo de siglos, bajo distintos rostros, pero siempre con el mismo patrón: lugares marcados por pérdidas. Presencias incompletas. Y lo peor: cada vez que alguien lo encuentra… olvida. No sólo lo visto, sino partes de sí mismo.
—¿Por qué?
—Porque él no recuerda quién fue. Solo sabe lo que le falta. Y busca en los recuerdos ajenos para reconstruirse.
Elías se inclinó hacia ella, la voz baja, urgente:
—Y ahora… te ha elegido como ancla.
Cassandra sintió un vértigo súbito, como si algo en su interior hubiera estado esperando esa palabra.
Ancla.
Como si fuera cierto.
Como si el eco la hubiera estado siguiendo desde antes de que ella supiera que existía.
¿Quieres que en el siguiente capítulo Cassandra intente expulsar al huésped o que comience a aceptar la conexión y buscar respuestas en sus propios recuerdos?