El Arco de Artemisa - Segundo Episodio, Los Doce Misterios

7. Escudarón Inti...

Habían pasado más de seis horas desde que Rowena y sus discípulos partieran de la ciudad de La Paz. En contraste a la indiferencia de la maestra y del chofer del carro, los muchachos parecían sentirse más ansiosos a medida que los minutos pasaban. Para ellos la aventura significaba sobrecogimiento y excitación a la vez. Toda esa emoción se mezclaba con el temor que cada uno sentía pues en lo profundo de sus mentes tenían conciencia del reto que los aguardaba.

Gabriel Siegfried Cortez Horkheimer, llamado Gorkhan entre los Dioses, era un adolescente cuya frágil salud había ido opacando su natural chispa de forma paulatina y letal. La atrofia óptica que sufría nublaba cada vez más su visión y era casi inminente que tarde o temprano perdería la vista sin que la medicina pudiera evitarlo. Desde luego, el muchacho desconocía la real gravedad del pronóstico y, aunque la sombra de la sospecha hacía de Gabriel un vidente de sueños, su temperamento se había mantenido invariable por años. La herencia matrilineal de su linaje, una centenaria casta alemana, había actualizado viejas misiones y símbolos en la sangre de Gabriel, quien cada vez se ensombrecía más por el peso del conocimiento. Sin embargo, y a pesar de sus avatares de alegría y tristeza, Gabriel siempre se veía emocionado, apasionado.

Los ojos de Gabriel permanecían cerrados y su mente se perdía en el laberintoso mundo de sus recuerdos, de sus pesadillas y de sus premoniciones. Una noche, antes a la partida, el muchacho había soñado con una guerra cuyo fatal desenlace lo desconcertaba. Hombres corruptos con pendón de barras y estrellas habían llegado de lugares impensados para tomar a la fuerza aquello que no pudieron coger con engaños. Venían signados con una Estrella de David, con el blanco y azul en los corazones y el alma inundada del poder de Jehovah-Satanás. Llegaron con artillería, infantería y fuerza aérea para atacar a una Nación que parecía indefensa ante tan colosal máquina de la muerte. Pero no fue así. Un ejército orgulloso salió a defender la plaza liberada. Tanques, aviones y soldados con bandera boliviana surgieron desde las mismas entrañas del caos. Los ángeles se enfurecieron y bajaron para someter la rebelión de los mortales, y los dioses leales tampoco quedaron indiferentes: al ver a los ángeles, tomaron partido en la batalla. La mente de Gabriel no podía dejar de rememorar aquel sueño y todos aquellos eventos previos y reales.

La vagoneta negra trazaba su recorrido por recónditos caminos que nadie más transitaba. Cruzó valles y se abrió brecha por verdaderos senderos de herradura. Los pasajeros se hallaban cada vez más cansados hasta que el sueño pudo más y todos, a excepción de Rowena y el chofer, quedaron dormidos. Las horas empezaron a consumirse lenta y pesadamente. La precaria carretera pronto llegó a un paisaje cada vez más seco y rocoso. Una última cuesta fue la señal inequívoca de que el camino casi había llegado a su final. Luego se abrió una larga planicie pendiente, enfrentada a una cima rocosa que custodiaba un lago turquesa de aguas heladas. El área estaba desprovista de vegetación. El suelo estaba dominado por rocas y pedruscos colorados. Ni una sola nube cubría el cielo que, bondadoso, mostraba todo su esplendor a cualquier espectador.

A orillas de aquel lago alto y escondido se había levantado un campamento. Hombres uniformados con trajes camuflados iban de un lado a otro, cargando cajas, extraños artefactos y toda clase de bolsas y contenedores. A la entrada del campamento había dos guardias con rifles AK-47. Ambos se apartaron un poco para dar paso a la vagoneta negra, totalmente empolvada y embarrada por la mugre del camino. El interior de varias carpas estaba lleno de uniformados trabajando frente a misteriosos aparatos; algunos de éstos parecían radios y computadoras. En medio de la instalación flameaba la bandera boliviana algo ensombrecida por la luz del alba.

La vagoneta se detuvo frente a una enorme carpa camuflada de la que salieron dos militares. Inmediatamente Rowena despertó a sus discípulos que, no sin esfuerzo, retornaron a la vigilia y empezaron a bajar del auto. Los tres varones y las tres muchachas de la caravana se pararon frente a la gran carpa y se abandonaron al asombro al ver el comité de bienvenida.

La familia Cuellar siempre fue conflictiva. El padre, un militar prodigioso, sufría de terribles ataques de celos e histeria los cuales habían deteriorado, sin remedio alguno, su matrimonio con María Luchnienko Pardo. Su disciplina espartana no era bien vista por quienes le conocían pues sus hijos sufrían ante el rígido carácter del militar. Este estricto hombre, el Mayor Orlando Cuellar Aguirre, había sido recientemente ascendido. Su hijo, el Subteniente Edwin Cuellar Luchnienko, había sido graduado del Colegio Militar del Ejército con un año de anticipación y, por orden del Alto Mando, fue asignado junto a su padre a una misión clasificada del Ejército Boliviano. Entre la caravana de Rowena habían más miembros de la familia Cuellar Luchnienko, lo que anticipaba un reecuentro emotivo. Jhoanna y Diana no pudieron evitar derramar lágrimas de emoción cuando vieron a su hermano y a su padre en aquel campamento misterioso.

Quienes no mostraron beneplácito alguno fueron Rodrigo Torrico Michelle y su primo Oscar Higgs Michelle. Ambos profesaban un amor y cariño únicos por las hijas de la familia Cuellar y no era un secreto para ellos que el Mayor Cuellar las había maltratado continuamente. Sin embargo, ambas niñas se apegaron a su padre, como si tales maltratos hubieran sido solo un mal sueño, y el hombre se aferró a sus hijas como si estuviera arrepentido de todas las palizas que les había propinado. A ese abrazo fraterno entre padre e hijas se sumó Edwin Cuellar y cerraron un silencioso pacto familiar. Los presentes no podían hacer más que esperar a que los lazos de aquella familia se regeneren un poco, pero Oscar y Rodrigo no se resignaban. No podían perdonar todas las lágrimas que las chicas Cuellar, sus novias, habían derramado por la brutalidad del Mayor.




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