El Arco de Artemisa - Segundo Episodio, Los Doce Misterios

17. El despertar de Vairon...

De costa a costa, el único sonido en el mar es aquel que cantan las sirenas. Ellas relatan sus historias, narran el cuento de un prisionero, un gallardo caballero y un anillo de bodas jamás entregado. Ellas entonan de canciones de amor, canciones de la infancia. Sus voces despiertan curiosidad por tanto misterio, anhelos de un honor perdido, nostalgias de un país lejano y recuerdos de un amor jamás vivido...

Berkana, Leviatán de la Tempestad

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Temprano, al salir el sol, Arika de Turdes había dejado a sus estudiantes entrenando con la consigna de ayudar a Vairon a conseguir el dominio básico de sus poderes.

Fallo tras fallo, Vairon había visto sus esfuerzos caer bajo el peso de su propio fracaso. Y sin duda, la frustración se justificaba en su mente. Se sentía presionado a lograr algo totalmente imposible: su reto era levantar una roca gigantesca sin usar otro método que no fuera su propia fuerza. Para el agobiado estudiante era algo irracional siquiera intentarlo; sin embargo, toda su lógica se destrozó como un cristal golpeado por un martillo cuando vio a Berkana levantar la gran piedra de cientos de toneladas usando solo sus manos.

Aquella afrenta a su orgullo sumada a su desesperación por hacerse fuerte llevó a Vairon a tratar de repetir la hazaña de su camarada, mas no logró nada aparte de lastimarse las manos miserablemente. Rendido, tendido en el suelo y con la derrota asomando por la frente, el novato vio su obstinación morir junto a sus deseos de intentar el reto que se le había impuesto. Después de todo, era demasiado humano para lograr tal prodigio.

—¿Ya te habés cansado? —le preguntó Akinos a su agobiado compañero.
—Es imposible —respondió él con la respiración aún agitada por el esfuerzo.
—Será imposible mientras vos te metas eso en esa cabezanga dura que tenés.
—Para vos es fácil decir eso. ¿A ver, tú puedes levantar esta maldita piedra?

Akinos se aproximó a la roca, mirándola fijamente y sonriendo. Puso la palma de su mano en ella y haciendo un leve esfuerzo empezó a empujarla ante la mirada atónita de Vairon.

—No es posible —fafulló Vairon sin dejar de ver la roca recorrer.
—Arika me enseñó que no hay imposibles —respondió—. La clave está en no pensar ni sentir mucho, vos hacé caso y tratá de imaginar que la piedra es livianinga como una plumita. Tenés el poder para hacerlo, la clave está en tu espectro. Como dice la maestra: dejá actuar al instinto.
—No puedo —replicó Vairon, sumido en una humillante sensación de impotencia—. Mi mente está difusa, no puedo dejar de pensar, no puedo.
—Jamás volvás a decir que no podés. Si querés, claro que vas a poder. Sé que sientes ese frío en tus venas, enfocáte a él.

Mientras el derrotero de Vairon se narraba a la sombra de aquella gran piedra, Berkana regresó de la diligencia que Arika le había encomendado en la mañana. Volvía con algo de frutas y pan.

—Mierda, te habés tardado una eternidad —dijo Akinos a modo de bienvenida.
—Es que me distraje un ratingo ahí en el pueblo.
—Nie..., vos con todo te distraés.
—De perico nomás hablás—respondió Berkana, mirando de reojo a Vairon—. Oye, pariente, ¿todavía no has movido la piedra ni un poquingo? —preguntó. Vairon negó con la cabeza.
—No sé cómo hacerlo.
—Recuerda lo que dijo Arika.
—Claro, claro, que no piense ni sienta y que vea la piedra como algo que no existe. ¡¿Y cómo demonios se supone que hago eso, eh!?
—Primero te tenés que calmar. Si te ponés así de intenso jamás la vas a mover.
—¡Ay, cambas! Para ustedes es fácil. Pueden mover rocas, saltar de edificios y caer como si nada, romper árboles de una patada y hasta doblar el curso de un río. Pero yo no soy así de fuerte.
—¡Ay, colla! Mirá vos Vairon, mirá bien lo que tenés —intervino Akinos—, no sos tan fuerte como nosotros. Vos sos más fuertazo todavía. Tu espectro es muy grande.
—¿Es una mentira piadosa?
—Nie, pariente, pa'na, lo digo en serio. Tené más seguridad en vos.

Vairon dibujó una sonrisa a medio hacer en su rostro manchado de barro, de tierra y sudor. Sus manos sangraban y le dolían mucho. Él las miró y sintió que sus fuerzas se le escapan a cada gota de sangre que se perdía para siempre en la seca tierra del perímetro de entrenamiento.

—Me gustaría tener al menos una pizca de esa seguridad, la chance de mover esta maldita piedra. Pero la verdad es que estoy jodido, mi mente es una caldera.
—Bueno, descansá un poco —dijo Berkana—. Tengo noticias.
Ambos muchachos miraron a Berkana, expectantes.
—Les cuento que había harto revuelo en el pueblo.
—¿Por? —preguntó Akinos.
—Tenemos visitas —respondió su hermana.
—¿Qué clase de visitas? —preguntó Vairon.
—Tus amigos, Vairon, han llegado.

Una sombra cubrió el rostro de Vairon. Como si hubiera sido arrastrado por un poderoso tirón, todos sus pensamientos se volcaron hacia un lejano pasado que casi parecía perdido en las arenas del olvido. Recordó los días cuando era un niño normal viviendo en un mundo dominado por la rutina. Sintió en sus dedos la suavidad de un lápiz y un papel, la adicción por hacer trazos cada vez más perfectos. Los bocetos hechos con su propia sangre. Quiso tener en aquel momento algo en qué dibujar para alejar de sí todos aquellos fantasmas que lo herían tan terriblemente.

En las noches sin luna, los recuerdos de Vairon lo desgarraban más que sus frustraciones y miedos. Había perdido demasiado en muy poco tiempo, y todo lo que pudo ser sublime fue arrasado por eventos incomprensibles...

No podía olvidar la sangre, las formas irreconocibles de sus padres, convertidas en carroña triturada por el suelo y entrañas colgadas del techo. Y ahí estaba ese monstruo, un hombre alto y de piel pálida cuyos ropajes blancos y cayado níveo estaban manchados con el horror de sus padres. Si Arika no hubiera llegado a tiempo, el pobre chico también habría sido asesinado. Y entonces, en medio de aquella grotesca escena, un solo rostro podía desdibujar las náuseas, el rostro de una niña cuyo nombre significaba para él amor imposible y celos.




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