El Arco de Artemisa - Segundo Episodio, Los Doce Misterios

18. Ciudadela de Erks...

Sus altos muros blancos parecían ser de marfil, esculpidos con el mayor de los cuidados y adornados con diversas figuras rúnicas. Repartidas en los ocho ángulos que conformaban la forma en que habían sido dispuestos los muros, se levantaban ocho torres igualmente blancas y con largos estandartes que colgaban de la parte superior y caían hasta casi media torre. En aquellos estandartes podía distinguirse perfectamente una figura similar a un escudo de armas.

La fortificación entera estaba diseñada como una ciudad resguardada tras varios niveles de muros, como una cebolla. Entre un muro y otro se veían toda suerte de construcciones y calles empedradas por las que circulaba la gente. Cada muralla era más baja que la anterior y conformaban ocho niveles escalonados con la forma de un octógono de ocho picos hasta llegar a la parte central, la más alta, un sitio donde se veían varios edificios coronados en el centro por una figura similar a un castillo y una catedral, de cuya parte posterior sobresalía la estructura más imponente del paisaje. Era una torre tan alta que su cúspide escapaba totalmente a la vista. Se elevaba hasta fundirse con el azul del cielo y mezclarse con la cordillera que hacía de fondo para tan impresionante ciudad.

Los alrededores de la urbe estaban rodeados por toda clase de plantaciones que alfombraban un inmenso perímetro a lo largo del valle. Hacia el Este y el Oeste dos ríos servían como frontera entre el área poblada y la llanura salvaje que se esparcía a lo largo de la frontera con la cordillera. Al Sur la cadena montañosa era un muro gigante cuyo mayor estandarte era el fabuloso monte Illimani. Sin embargo había algo diferente en aquel horizonte de dimensión paralela. En el planeta Tierra de la cuarta vertical, del lugar que los viajeros habían venido, el nevado se encuentra solitario y rodeado de cerros carentes de glaciar perpetuo. En el planeta Tierra donde Erks se había sido edificado, el Illimani se encontraba rodeado de montañas casi tan altas como la propia gran montaña y coronadas por nieves eternas. Era fácil suponer entonces que el mapa de aquel planeta gemelo de la Tierra no sería tan idéntico a su hermano situado en una dimensión un poco más densa.

Los llegados de otro mundo, con Rowena encabezando la caravana, no podían dejar de sentirse abrumados ante un lugar tan maravilloso. El cielo era tan azul que su celeste armónico se anclaba en la mente de cualquier espectador que, fascinado, no podría dejar de mirar arriba. Y las nubes parecían tomar formas definidas jugando en el techo del mundo. El viento era una húmeda brisa refrescante que daba alivio ante el calor de la tarde agónica. Las plantas, casi rimando con la poesía del paisaje, florecían con los retoños más increíbles e imposibles que una mente humana pudiera imaginar. Algunas flores eran bioluminicentes y fosforescentes, teñidas de colores totalmente desconocidos en el mundo de los recién venidos. Los jóvenes visitantes miraban a su alrededor totalmente invadidos por el pasmo y se entregaban al abandono total de sus angustias.

Un discreto sendero llevó a la caravana colina abajo hasta que arribaron a una ancha carretera de piedra rodeada por árboles en medio de la explanada. Tomaron rumbo al sur hasta llegar a una gran curva en la que los árboles ya no existían y eran reemplazados por toda suerte de cultivos. Los trabajadores, campesinos y granjeros en su mayoría, eran de piel blanca y cabellos rubios o pelirrojos. Todos eran bastante altos y exhibían un gran desarrollo muscular, quizás debido al arduo trabajo físico que realizaban. La mayoría de ellos trabajaban con poca ropa, con el torso desnudo, vendajes en los antebrazos y manos, y curiosos pantalones envueltos de bolsillos donde colocaban sus herramientas de trabajo y alguna que otra maleza. Todos ellos dejaban de trabajar al ver a los forasteros llegar y clavaban su mirada hacia aquellos extraños muchachos.

La carretera prosiguió hasta que llegaron a la entrada del gran muro principal. Las puertas eran de piedra blanca, exquisitamente labradas y talladas con figuras de guerreros, mujeres desnudas, bestias y un busto de una mujer con cabellos de serpiente en el dintel de la entrada. Dos guardias con lanzas y voluminosas armaduras se cuadraron cuando vieron a Rowena aproximarse a ellos. Intercambiaron algunas palabras en un idioma totalmente desconocido para los chicos y ella ingresó a la ciudad con sus pupilos detrás suyo.

Dentro, la urbe era tan impresionante como afuera. La mayoría de las construcciones eran bellas obras arquitectónicas trabajadas en piedra y madera. El empedrado de las calles había sido instalado usando piedras de adoquín perfectamente cortadas para formar una superficie lisa como una baldosa. La mayoría de las construcciones tenían las ventanas cubiertas con toda suerte de vidrios ornamentales.

Los habitantes vestían ropas de cuero teñido e hilo de algodón. Habían hombres y mujeres caminando apuradamente y llevando canastos y toda clase de extraños objetos de un lugar a otro. Algunos niños jugaban y corrían, volteando ocasionalmente para mirar a los extranjeros. Alguna carreta que otra se atravesaba en su camino a medida que la caravana avanzaba pasiblemente por las calles de la ciudadela. Los muros internos estaban dispuestos de tal manera que servían como cuña para las edificaciones que se habían construido a su alrededor. Avanzaron por algunas calles más hasta que dieron con la siguiente entrada cuyas características eran similares a las de la primera puerta. En cada nivel el aspecto de la urbe era el mismo. Exactamente igual de bella y organizada, llena de gente apurada realizando toda clase de trabajos. Algunas personas se quedaban mirando a los chicos extranjeros, pero nadie se les aproximaba; solo observaban en silencio. Alguno que otro transeúnte hacía una reverencia con la cabeza cuando Rowena pasaba.




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