—Muchas gracias. Aquí tienes tu propina. —Le entrego dinero al repartidor y cierro la puerta.
Comienzo a desinfectar la caja con la despensa que he pedido por teléfono. Saco cada artículo con cuidado y lo limpio minuciosamente con una toalla de papel de la que escurre cloro. La nariz me pica y los ojos me lloran a más no poder. A pesar de las ahora numerosas veces que he repetido esta acción, mi cuerpo parece no acostumbrarse a tan violento irritante.
Una vez que he terminado, entro al cuarto de baño. Me retiro el cubrebocas y lo estiro con ambas manos hasta que se rompa un poco. Han dicho que algunos maleantes revenden cubrebocas usados en la calle. ¡Pero qué infamia!
Envuelvo los restos de tela en un trozo de servilleta y lo deposito en el cesto de basura. Lavo mis manos con abundante jabón y después de secarlas, me pongo un poco de gel antibacterial.
Camino al estudio de mi pequeño y económico departamento. En una ciudad como ésta, el arte no es un negocio que deje muchas ganancias…
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Después de un par de horas, me siento agotado. El lienzo que yace sobre el tripié muestra ahora el rostro de lo que próximamente será una mujer. Aún no he terminado, por lo que todavía carece de facciones.
Dejo los pinceles y el godete en la mesa y me retiro el mandil. Tomo el celular y me dejo caer sobre el sofá de la sala de estar.
—“Chicos, ¿qué os parece una videollamada?” —envío al grupo donde se encuentran mis dos únicos y queridos amigos. Es una pena que no hemos podido salir a festejar el ascenso de Anna. Han pasado alrededor de cinco meses desde que comenzó el aislamiento en la ciudad; tal vez incluso un poco más. Honestamente, perdí la cuenta a partir de la segunda semana.
—Tengo junta en línea dentro de unos minutos. No sé cuánto tiempo me tome. —Responde Anna.
Justo cuando voy a contestar, llega un mensaje de José. —Lo lamento, estoy sumamente atareado. Tal vez sea la próxima vez.
Cierro la aplicación y entro a la única red social con la que cuento. Miro algunos videos de animales y personas maquillándose o realizando bailes extraños. Lo mismo de siempre.
Algunas personas a las que tengo agregadas, a pesar de no cruzar una sola palabra, postean fotografías posando en su sala de estar o su jardín.
Ah… ¡Cómo desearía tener un jardín!
Estos días de encierro entre nada más que paredes de concreto han sido frustrantes. No hay más viento que aquella pequeña y casi inexistente brisa que entra de madrugada por la ventana de mi habitación. La calidez de un rayo de Sol parece una triste fantasía de mi niñez y prácticamente me encuentro a oscuras durante todo el día.
Enciendo la televisión y pasados apenas unos minutos, la apago. Me ha resultado sumamente estresante últimamente. Las noticias sólo hablan de la clase de personas que hay allá afuera. Han pasado más de cinco meses, una gran cantidad de personas ha fallecido ya, probablemente muchas más de las que reporta el gobierno, y la verdadera naturaleza pútrida de las personas sale a la luz.
Tomo una libreta y me pongo a garabatear para borrar esta sensación tan negativa que he comenzado a tener.
Al cabo de un rato me dirijo a preparar la cena. Al terminar de asear la cocina y de tomar mi respectiva pastilla, me recuesto en la cama.
Me encuentro en una habitación oscura, y sumamente pequeña, mis manos se mueven desesperadas intentando hallar una salida, o al menos un interruptor, pero no encuentro nada. Desplazo rápidamente los dedos por las paredes y empieza a escasear el aire. Las paredes comienzan a cerrarse e intento gritar. La garganta se me cierra y la muerte parece inminente.
Despierto con gran agitación y la camiseta está empapada de sudor. Me levanto tan rápido como puedo y me acerco a la ventana frente a la cama. Inhalo profundamente y a pesar del tiempo que transcurre, la sombra de la pesadilla se adhiere a mi.
Es la primera vez que el medicamento parece no tener efecto.
Miro el reloj. Son las 4 de la mañana. Sé que no puedo volver a conciliar el sueño, por lo que me pongo una camiseta seca y me dirijo al estudio.
Tomo el pincel y dejo que se deslice a lo largo del lienzo. No sé si sea el insomnio o un súbito brote de inspiración, pero en cuanto me doy cuenta, ha amanecido y el cuadro está terminado.
Doy un par de pasos atrás y observo la obra concluida. Se me eriza la piel con tan sólo verla. El rostro que hace unas horas carecía de expresión, se ha transformado en una mujer con una mirada atormentada y penetrante. La forma en la que frunce el ceño, y la curva que forman sus labios denotan un desconsuelo desgarrador. En lo más profundo de sus ojos se observa terror, sólo visible si se presta demasiada atención.
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Han pasado algunos días desde la última vez que he hecho el inútil intento de establecer una minúscula y banal conversación con Anna y José. Trato de entender que ellos deben cumplir con un cierto horario, y definitivamente la lista de responsabilidades a su cargo es mucho mayor que la mía, sin embargo, realmente creo que si ellos quisieran charlar, lo intentarían, por lo que he decidido que rendirme es la mejor opción.
Editado: 01.10.2020