Las hojas secas caían sobre un charco de lodo que ya secaba por el intenso sol. Ahí se encontraba una mujer de cabello recogido en un moño y trenzas que recolectaba algunas frutas como merienda. Ella se encontraba en un solo lugar, ya que era su deber como guerrera y guardiana proteger su clan.
Su nombre era Camelia. Y pertenecía al clan de «Las Grinaidas»
Cuando la última fruta iba ser atrapada al ser cortada por su espada. Esta desapareció cuando fue tocada por una hermosa mariposa azul. Asombrada por ello, miró a toda dirección cautelosa. Hasta que una suave voz masculina se oyó arriba de ella.
—Su aroma es dulce, el sabor es perfecto para el paladar. Señorita, usted tiene buen ojo.
Su reacción fue inmediata.
—¿Quién eres tú? ¡Ladrón!
—No estés a la defensiva, no quiero hacerte daño.
La voz de aquella extraña figura se escondía dentro de los arbustos de un alto árbol. Camelia desplegando sus dos grandes alas negras voló hacia aquel lugar, apretando su espada con su mano derecha.
Aquella voz masculina volvió hablar.
—En el reino del cielo oí muchas versiones de ustedes. Unos decían que eran criaturas aterradoras que comían carne humana. Otros que eran tan bellas como los ángeles, pero tan crueles como los demonios. Y por último, que sólo son criaturas que no debieron existir en el mundo mortal, ya que están malditas.—Camelia poco a poco se acercó a ver el rostro de aquel hombre.—La verdad es que ahora mismo sólo estoy viendo el rostro de una bella mujer, que no luce nada aterradora de como lo cuentan.
Los ojos cenizos de Camelia presenciaron algo que la dejó perpleja de pies a cabeza, al ver con sus propios ojos un ser que parecía ser de otro mundo.
Un hombre de ojos azules y piel blanca porcelana, sostenía en su mano derecha aquella fruta que se le fue hurtada. Su cabello largo y negro caían sobre sus hombros de manera impecable, su larga ropa de un tono azul y negro con adornos plateados, enriquecían su presencia como una figura enigmática.
Por segunda vez, Camelia preguntó en voz alta a pesar de la conmoción.
—¿Quién eres tú? ¡En esta tierra quien no posee nuestra sangre, no puede ingresar!
El hermoso hombre se paró sobre la rama gruesa del gran árbol y dando una breve sonrisa se presentó.
—Mi nombre es Eris. Dios de la luz, procedente del Reino del cielo. Yo estoy aquí sólo por curiosidad mía, ya que en tierras mortales es casi imposible lograr una estadía permanente.
Si bien Camelia y todo el clan descendían de ángeles caídos y lejanamente del Dios de la guerra. Ella nunca había visto a un Dios, debido a que había vivido en tierras mortales desde que tenía conciencia y sus orígenes sólo eran transmitidos verbalmente por generaciones dentro de su clan.
—¿Un Dios? ¿Qué hace un ser de pureza en tierras mundanas? ¡Fueron los Dioses que nos catalogaron una peste para este mundo! Durante siglos nos escondemos por esa razón, mi clan no cederá a su falsa justicia.
—No vengo hacerte daño, como lo mencioné, es sólo curiosidad mía. Por supuesto que recibiré una sanción por escaparme de mis deberes.—Rio satisfecho viendo el cielo brillante.—El cielo también puede ser aburrido, ya he vivido ahí milenios de años.
Eris alzó su mano derecha, apareciendo en el cielo cientos de hermosas mariposas azules que lo rodearon.
Camelia bajó su espada viendo fijamente al Dios, vislumbraba tan armoniosamente con el sol en su máximo esplendor, que ella no pudo evitar no quitarle la vista como si presenciara el más bello espectáculo.
Eris es un Dios compasivo, un ser que es incapaz de odiar o apartar de él un ser mundano. Era amado en el reino del cielo, pero también juzgado por no poder apartar lo sagrado con lo mundano. Su encuentro con Camelia, fue el inicio de su declive como Dios respetado y también sería ella, alguien que él jamás olvidaría.
Al segundo día, Eris visitó a Camelia en el mismo lugar donde ella aparecía todas las tardes. A pesar de su desconfianza, Camelia comprendió que realmente aquel Dios no quería hacer algún daño al clan.
Al tercer día, por fin platicaron cortas palabras y breves anécdotas contadas por el Dios.
Al cuarto día, Camelia habló sobre ella y sobre su clan. Y de la cercanía que tenía con la líder del clan, al ser su mejor amiga desde que eran niñas.
Al noveno día, Eris le regaló a Camelia un adorno hecho de flores plateadas traídas del reino del cielo. Flores eternas que no se marchitarían aún siendo quemadas, su significado era: Eterno amor.
Al décimo día, tanto Camelia como Eris salieron de aquel profundo bosque y se adentraron a un paisaje nunca antes visto por Camelia, al sobrepasar los límites del territorio de su clan. Las altas montañas estaban adornadas por cientos de flores y la laguna azulina brillaba con el intenso sol. Camelia sólo estuvo unos minutos, su deber como guardiana y el amor por su clan fue más fuerte.
Camelia era dura de carácter, pero también era de espíritu libre y honesto. Adoraba la naturaleza y volaba sobre ella con frecuencia.
Lo que más le cautivó al Dios, si él tuviera que mencionar una sola opción, fue su sonrisa.
Fueron treinta días en que el Dios de la luz estuvo junto a ella. Pero su estadía en el mundo mortal, no era eterna.
Tanto en cuerpo y alma se unieron en una noche estrellada, lejos de cualquier mirada que los juzgaran. Al día siguiente, el Dios de la luz tuvo que volver al Reino del cielo por órdenes del Rey Caelus. La tuvo que dejar, pero él estaba seguro que volvería por ella.
Dentro del clan de las Grinaidas, la líder miraba a Camelia con preocupación. Su condición parecía ser mala cada día más, pero ella nunca le decía la razón. Hasta que un día la médica del lugar la revisó por órdenes suyas. Siendo la noticia, el detonante para la pesadilla que vendría para Camelia.
—¿Estás embarazada? ¿Quién del clan es el padre? Nunca te vi ser cercana a hombres de aquí.