Años atrás alguien me dijo que “amar era destruir y solo el amor sabía decir adiós”. Quizás en aquel entonces me fue imposible descifrar aquellas palabras, en ese tiempo la idea me era confusa, ¿amor? ¿qué rayos era eso?, ¿acaso era eso que vendían en las telenovelas que ansiosamente veía mi abuela tomando café?, ¿no era lo que dejaban en la cama los amantes o la causa por la que las vecinas soportaban la furia de que a sus maridos los enloquecieran las de quince?, ¿aquello que hacía poner en boca de algunos frases que no encajaban con lo que a simple vista se notaba?, ¿no era eso lo que le cedía a mi madre la capacidad de aguantar que él le rompiera a golpes las entrañas?, ¿seguía siendo eso lo que decía sentir mi padre después de marcar en ella su ardiente furia?. Aun así no importa, de igual modo jamás comprendería su miserable amor, él no era para tanto y ella no era para tan poco pero juntos era una sola necesidad.
Así crecí, esa fue mi vida junto a una mujer llena de perdón y un hombre vacío, que acabaron por acabarse, ya no se sabía qué seguía más vacío, si él o la botella, ni que daba más pena, si ella o su incapacidad para decirle adiós, si el café de la abuela se acabó o se enfrió, quedé sin saber qué fue primero. Dicen que, cuando algo finalmente se rompe corres el riesgo de cortarte con los pedazos, y yo estaba en medio, lleno de heridas y a ellos parecía no importarles que cada una de mis cicatrices llevase su nombre.