El arte de fingir

08 | Trueque de confesiones

CAPÍTULO 08 | Trueque de confesiones

"Si jugamos con fuego, nos quemamos los dos"

 

***

Samantha

Maldije internamente apenas escuché la noticia.

Siempre había pensado que lo mejor para mis padres es que uno de ellos se mudara, estar en la misma casa si no iban a estar felices y casados, solo los lastimaría más y, además, me servía para no seguir escuchando sus gritos y reproches. ¿Pero saber que ahora era una posibilidad real? No, definitivamente no estaba lista para eso.

Me disculpé con la abuela porque la dejaría sola y salí de la cocina como alma que lleva el diablo. Mis padres seguían gritándose y lanzándose cosas, lo que me hizo llevarme ambas manos a los oídos para cubrirlos y apaciguar un poco el ruido, pero seguía ahí, torturándome, asustándome, martillándome la cabeza una y otra vez. Ni siquiera me notaron cuando pasé corriendo a su lado hacia las escaleras, mucho menos cuando las subí pisando fuerte y, sinceramente, lo prefería así.

Cuando llegué al pasillo, todo me daba vueltas, mi respiración comenzó a ser más acelerada y las piernas a flaquearme. Sentí que perdí el equilibrio y me agarré con fuerza a una pared antes de seguir caminando directa a mi habitación. Pero antes de llegar a la mía, estaba la de mis padres y ojalá me hubiese encontrado en mis cinco sentidos para evitar chocar con el cuerpo que salió de ese lugar en ese preciso instante.

Choqué, haciéndome tambalear aun más y el olor a perfume caro inundó mis fosas nasales, dándome nauseas. No sabía que me pasaba, solo quería que se detuviera y tener a la reina del mal frente a mi no estaba ayudando mucho con la situación.

—¿Ya terminaste de enloquecer? —cuestionó, cruzándose de brazos frente a mi para evitar que pasara.

—Por favor, Scarlett, ahora no.

—¿Disculpa?

—Hablaremos en otro momento, yo...

—Hablaremos cuando yo lo diga —dictó, enarcando una ceja— ¿Qué te pasa? ¿Acaso no puedes verme a la cara?

—Y-yo...no...

—¿Tampoco sabes hablar? ¿Cuántos años tienes?

Apreté el agarre en la pared y busqué algo ingenioso que decir, pero no me llegaba nada a la cabeza. Siempre era así, porque no tenía el valor para plantarme delante y decirle todo lo que me gustaría, ella siempre ganaba, tenía un talento natural para intimidarme. A veces me odiaba por ser tan idiota.

—Seguro ya te has enterado —soltó con burla— Por eso estás actuando como una lunática, ¿no? Ya descubriste que nuestro papi se muda con nosotras.

—Eso no es seguro aún.

—Pero lo será. Por favor, ese hombre no quiere estar aquí —aseguró, ensanchando la sonrisa— ¿Quién querría? Una esposa violenta e histérica y una hija patética y sin carácter. Hasta yo me iría corriendo.

—Basta, Scarlett —pedí, casi rogué. Ojalá hubiese tenido algo de empatía en ese momento.

—¿O qué? ¿Qué me vas a hacer?

—Yo...

—Nada —me cortó, elevando el tono— Nunca haces, ni harás nada. No tienes las agallas, Samantha, nunca las tendrás.

Aproveché que se había relajado notablemente, como cada vez que se metía conmigo y avancé, casi empujándola. Escuché su carcajada y un par de palabras más que no me detuve a entender y me encerré en mi habitación.

Era una cobarde, lo reconocía, nunca podía decirle nada y me frustraba en demasía saber que se me ocurrían buenas respuestas justo después de haberla enfrentado y no en el acto.

Los gritos de mis padres cesaron y con ellos, mi pánico igual. Respiré hondo y conté hasta diez, intentando calmarme. Me abracé a mi misma y me hice un ovillo en la cama, sintiéndome tan desprotegida como solo mi hogar podía hacerme sentir.

 

Asher

Maldije una vez que estuve lejos de la casa de Sam.

¿Por qué demonios había insistido? Ni que me importara saber lo que le pasaba.

Claro que te importa, idiota.

Bueno, sí, pero ella no tenía por qué saberlo.

Mi teléfono sonó mientras esperaba a que un semáforo cambiara a verde. Fruncí el ceño al ver el nombre de mi madre en la pantalla y mi mano comenzó a temblar alrededor del aparato. Sin pensármelo mucho más, le di al botón de colgar antes de que el semáforo dejara el rojo y volviera a poner el auto en marcha. Mis nudillos se apretaron en el volante con el enojo que empezaba a crecer como cada vez que intentaba hablar conmigo.

Mi madre se fue de casa cuando yo tenía quince años. Su matrimonio con papá no era el mejor, pero al parecer nadie le dijo que separarse de él no implicaba separarse de mí también, porque apenas se le presentó la oportunidad de dejarnos, así lo hizo. No me molestó tanto el hecho de que se divorciara y me dejara, como que no le había importado en lo más mínimo irse y formar una nueva familia con el pedazo de imbécil que llamaba amor de su vida.

A solo meses de irse ya estaba comprometida con otro hombre— que ya tenía un hijo adolescente a su cargo— y esperando un hijo de él. Enterarme de eso fue como un baldazo de agua de fría que no pude soportar y corté toda comunicación con ella, lo que no fue muy difícil teniendo en cuenta que ella tampoco tenía muchas intenciones de contactarme.

He pasado tanto tiempo queriendo llamar su atención sin tener éxito, que cuando recibo una llamada suya, hago todo lo contrario a hablarle como debería. Me aparto, pero es que, aunque desee con todas mis fuerzas volver a oír su voz, no soy capaz de olvidar el daño irreparable que me ha hecho.

Un rato más tarde estaba aparcando enfrente de casa. Como siempre, el auto de papá estaba enfrente de la puerta, pero seguro que él no estaba ahí. Una parte de mi estaba cabreado porque veía el auto con la esperanza de que mi progenitor esperara en casa, aunque sabía que no era así nunca, pero otra parte de mi estaba aliviada de que no se fuera en auto. Con lo borracho que venía todos los días, ya se habría estrellado contra un árbol.




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