El arte de fingir

27 | Promesas para el futuro

CAPÍTULO 27 | Promesas para el futuro

"El problema con las promesas rotas, es que los pedazos se nos entierran"

 

Asher

—¿Y qué tal?

—¡Viejo, es el mejor pure de papa que he probado!

—Ya decía yo —sonrió orgulloso, palmeándome el hombro— Ese libro de recetas de tu abuela es mágico, te lo voy a regalar a ver si aprendes a alimentarte solo de una vez.

—Preferiría que me alimentes tú, para ser honesto.

—No voy a estar aquí toda la vida, muchacho —argumentó, negando con la cabeza.

Ojalá algunas personas fuesen eternas.

Llevaba dos semanas viviendo con el abuelo y podía afirmar con total seguridad que era lo mejor que me había pasado en toda mi existencia. La calidez, la confianza y el cariño que me daba era todo lo que podía pedir de una familia, hasta la idea de llegar a casa me agradaba y eso ya era mucho decir.

De un momento a otro, había pasado de que todo fuera silencio a que el lugar estuviese inundado de la música alegre y ochentera del abuelo; y de que la casa estuviese llena de paquetes de plástico a que la decorara el olor casero de la comida que preparaba. Me recibía con una enorme sonrisa, hablábamos de como habían ido nuestros días, de vez en cuando me echaba un ojo con los deberes y me permitía traer a mis amigos, e incluso a Sam a pasar el rato con él.

Sabía que él no era eterno, que ya estaba en sus años y que en algún momento se iría, pero a mi no me lo quitaría una fuerza sobrenatural que decidiera que era su hora de partir. A mi me lo quitaría el tiempo y los médicos, si decidían que podían darle de alta a papá.

¿Me hacía un mal hijo desear que nunca lo hicieran?

Amaba a mi padre y lo visitaba seguido para ver su evolución, pero prefería que estuviese lejos.

—Voy a extrañarte, viejo, ya sabes, cuando te vayas —confesé, esbozando una pequeña sonrisa.

—Oh, muchacho, también te voy a echar de menos.

Aguantando las lágrimas, sacudí la cabeza y me acerqué para recoger los platos y poder huir al menos unos minutos a la cocina para salvarme de una conversación que me dolía tener.

Me dispuse a levantar la mesa, con el único objetivo de escapar por un rato a la cocina y evitar una conversación que me dolía tener. Me acerqué a la mesa y reuní los platos sucios, mientras me inclinaba para levantar uno de los vasos, mi codo chocó contra otro a medio terminar y el líquido purpura del jugo de mora preparado por el abuelo salió a volar de lleno a mi camisa blanca.

Ahí murió la camiseta, damas y caballeros.

—¡Asher! —exclamó, levantándose de golpe para que no le salpicara ni un poco de líquido a su clara camisa de cuadros— Muchacho, eres un desastre —se burló, soltando una carcajada.

—Cuéntame otra novedad, abuelo.

—Vamos, quítate eso, si la ponemos a lavar enseguida, a lo mejor rescatamos algo.

Con poca fe en ello, hice lo que me pidió, dejando mi torso al descubierto. Ni siquiera fui consciente del error que había cometido hasta que quise pasarle la tela manchada y él no la recibió, viendo con una expresión de horror las marcadas moradas y rasguños que me decoraban la piel.

—¿Cómo te has hecho eso? —cuestionó, apretando los puños. Tragué saliva, con miedo a responder y eso solo le esclareció la mente— O más bien la pregunta debería ser: ¿Quién te lo ha hecho?

—No ha sido nada, no te preocupes.

—¿Qué no me preocupe? ¡Tienes el cuerpo lleno de heridas! —señaló, arrugando las cejas y acercándose a mi para tocarlas. Hice una mueca de dolor.

Esas me las había hecho la semana antes de que papá se fuera al hospital y aún no habían sanado por completo. No se veían tan terribles como cuando estaban frescas, pero eran visibles para cualquiera que mirara con atención. Aun me faltaban un par de días para que el dolor desapareciera, las cicatrices seguirían ahí, no dejando mucho a la imaginación.

Ojalá lo hubiera pensado mejor antes de quitarme la camiseta. El abuelo no debía saberlo, nadie debía.

—Respóndeme, ¿Quién lo hizo?

Silencio. ¿Qué iba a decirle?

—Asher —insistió.

—Nadie.

Pero él lo sabía, era obvio. Ambos lo sabíamos, pero yo no era capaz de decirlo en voz alta, nunca sería capaz.

—Ha sido tu padre, ¿verdad?

—Él no...

—¡Joder, Asher! —bramó, golpeando la mesa. Ya estaba perdiendo la paciencia y eso era una terrible señal— ¿Quién más va a ser? ¿La dulce de Sam?

Bueno, que había sido ironía, pero si te lo pensabas bien...cuando la cabreabas lo suficiente, tal vez.

—No me vengas con tonterías, hijo, ya estoy muy viejo para esto. Te lo ha hecho él.

—Es...a veces llega muy cabreado a casa. Lo manejo bien, no te alteres.

—¿Cuánto lleva esto?

—Algunos meses.

—¿Cuántos?

—No lo sé.

—¡¿Cuántos?!

—No lo sé.

—¡Asher!

—¡Desde que se fue mamá, no llevo la puta cuenta! —mascullé.

Era difícil admitirlo, decirlo mirándolo a los ojos. No podía, eran mis batallas y no quería compartirlas con nadie más. Yo podía llevarlo por mi cuenta, él no tenía por qué saberlo, no tenía por qué cambiar la imagen de su hijo por culpa mía.

—¿Y no se lo has dicho a nadie?

—Puedo manejarlo perfectamente yo solo.

—¿Por qué mierda no se lo has dicho a nadie, Asher? —gruño.

Viejo terco.

—Se lo he dicho a Sam.

—De acuerdo, ¿Por qué mierda no se lo has dicho a nadie que pueda hacer algo?

—Sabes lo que significa decírselo a alguien.

—¿Qué? ¿Qué mi hijo irá a la cárcel por lesiones física a mi nieto? Si, sé lo que significa y no me explico como no ha pasado todavía.

—Es familia...

—¡Y una mierda, Asher!

Negó con la cabeza y soltó un suspiro frustrado, pasándose una mano por el rostro. Se acercó a mí a paso lento, con la mirada borrosa y me tomó la cara con ambas manos, haciendo que lo mirara a los ojos. Yo jamás lloraba, pero hasta mis ojos estaban llenos de lágrimas en ese momento.




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