El arte de fingir

Extra 02 | Un vistazo a Samantha Frey

Samantha

Hubo una época en la que fui otra yo. No era la tímida, ni la insegura, no era la callada ni mucho menos la aburrida. Era simplemente yo. La chica que, por muy difícil que sea de creer, a todo el mundo le agradaba.

Recuerdo que a mis doce años fui la sensación, todo el mundo me quería y yo los quería a ellos, iba a fiestas, salía de compras, bailaba sin importar que tan mal lo hiciera, usaba la ropa que me gustaba ignorando si me quedaba bien o mal y nunca me callaba, era capaz de armarle conversación hasta a un florero.

No sé porque era así, quizá porque estaba acostumbrada a ser el centro de atención. Cuando eres la única hija de padres que prácticamente respiran porque tú lo haces, llegas a pensar que no hay nada más importante que tú. Te meten en la cabeza que eres brillante, increíble e inalcanzable, pero jamás te preparan para el golpe que, sin piedad, te da la cruda realidad de saber que no eres ni tan especial, ni tan increíble cómo te inculcaron. Eres solo una estrella más entre tan habitado universo.

Así me sentí yo. Pero antes de mi, así sé sintió Scarlett.

Ambas crecimos en Roden y estudiamos en la misma escuela toda la vida, así que nunca hubo la oportunidad de estar separadas. Recuerdo que la primera vez que la vi, llevaba puesto un chistoso suéter de lana color mostaza y unos pantalones holgados de color azul más grandes que ella, sujetos con un cinturón multicolor. Dos coletas recogían su abundante y sedoso cabello rubio y se encontraba leyendo en una esquina del salón.

Debiamos tener alrededor de siete años, estábamos en primer grado. Ese día hice algo mal, no recuerdo bien qué fue, pero sé que me dejaron diez minutos menos de recreo como castigo y tuve que pasarlo en el aula, mirando al techo y deprimiéndome porque ese día Alissa, una amiga, había llevado su nueva cuerda para saltar con brillitos y me había prometido que yo podría saltar de primera.

¡Yo quería saltar primera y ahora ya no podía!

Qué deprimente.

En medio de mi queja interna, escuché una risa. Detrás de mi, a varios metros de distancia, entre el montón de mochilas, había una niña. Me aseguré de que la maestra no se encontraba cerca del salón y avancé hasta ese punto, para verla entre la mochila de Alissa y la lonchera de Lucas, riendo a carcajadas por lo que sea que hubiese estado pasando en un libro que hablaba de dinosaurios. Me quedé contemplándola con el ceño fruncido, pensando que, quizá, estaba loca.

¿Qué clase de ser humano se perdía el recreo para leer un libro?

No, estaba demente.

Le toqué el hombro con un dedo y ella se sobresaltó, soltando el libro de repente. Cuando me vio, abrió mucho los ojos y se apresuró a esconder el libro. Pero ¡Tarde! Yo ya lo había visto.

—¿Quién eres? —pregunté. Seguro la había visto en el salón, pero ni idea de cual era su nombre. Yo solo me rodeaba de mis amigos y de quien, eventualmente, quisiera hablarme.

—Sca...Scar... —enarqué una ceja. ¿Es que no sabía ni como se llamaba?

—¿No lo sabes? ¿Necesitas un momento?

—¡No! —exclamó, alterada— Me llamo Scarlett.

—¡Oh, pero que bonito! —alagué yo, sentándome a su lado con mucha confianza, ella me vio con ojitos de plato, bastante aterrada por mi acción— Mi nombre también es con S, me llamo Samantha, pero puedes decirme Sam —extendí mi mano y ella la tomó con algo de desconfianza.

—L-lo sé.

—¿Enserio?

—T-todos te...todos te conocen.

—¿Por qué hablas así? —cuestioné, confundida. ¿Se le trababa la lengua o qué le pasaba?

—Es...es que...¿Por qué estás hablándome?

—¿Y por qué no?

—No somos amigas.

Me encogí de hombros.

—Bueno, podemos serlo.

—¿Por qué?

—Porque me gusta tener amigos —respondí, como si fuese muy obvio— ¿A ti no te gusta tener amigos?

—No. Bueno, si...supongo que si. Es que no tengo, en realidad, no sé si me gusta.

Ahora quien abrió mucho los ojos fui yo. ¿No tenía amigos? ¿Pero qué clase de castigo de la vida era ese? ¡No, ni hablar!

—Tu tranquila —le dije, muy seria, poniéndole una mano en el hombro— Ya no sufras, tu y yo seremos amigas.

—¿Eh?

—Que seremos amigas. ¡Mejores amigas por siempre!

—P-pero...

—¿Qué leías? —pregunté, tomando el libro de sus manos— ¿Es divertido? Te oír reír.

—Pues...si, supongo.

—¿Me lo prestas?

—¿Tu lees?

—Si, me lo enseñaron en el kínder.

¿No a todos les enseñaban a leer en el kínder? Yo leía, Alissa leía, Lucas leía, ¡Todo mundo leía!

—Me refiero a...¿Te gusta leer?

—Ah, eso —hice una mueca— La verdad no suelo hacerlo mucho, pero no me molesta leer. ¿Lo leemos juntas?

—Pero el recreo...

—No hay problema, estoy castigada.

Y dicho eso, me acomodé a su lado, apoyando la espalda en una de las mochilas con ruedas y juntas comenzamos a leer el cuento del dragón y el pájaro.

Conforme pasaba el tiempo, no solo compartíamos libros o castigos, sino también almuerzo, pupitre, recreos y hasta tardes en nuestras respectivas casas. Resultaba que Scarlett era tímida, demasiado y algo insegura, pero me caía bien. Verla encogiéndose cada que le hablaban u ocultándose para que los demás niños no la vieran y se burlaran me resultaba divertido, pero me resultaba aun más divertido ayudarla a salir al mundo y ver como, después de intentarlo, afirmaba que soltarse no estaba tan mal, como si no se hubiese estado matando la cabeza antes.

Ser uno mismo era fácil. ¿Por qué le abrumaba tanto?

Unos meses después, éramos las mejores amigas. Ella iba a mi casa y yo a la suya, a mis padres le agradaba también y la abuela se deleitaba viéndonos comer a ambas las delicias de dulce que nos preparaba para la merienda. Conocí también a su madre, quien me trató como una hija más y siempre me hizo sentir cómoda en casa de Scar. Nuestras familias estaban tan unidas, así como nosotras, que parecíamos hermanas. Scarlett era mi mitad y yo, inevitablemente, era la suya. Miedo y valentía. Día y noche. Fuego y hielo. Éramos tan diferentes, como inseparables. Los complementos perfectos.




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