Asher
Dejé la mochila de deporte sobre la encimera, al tiempo que lanzaba las llaves al jarrón—en forma de balón—que Sam compró cuando nos mudamos. Después de que nos quedáramos encerrados por segunda vez, porque yo parecía no encontrar las llaves de casa, decidió que lo mejor era tener un lugar donde estuviesen siempre a la vista y he aquí el dichoso jarrón.
Suspiré de cansancio y me dispuse a ir a la cocina por un vaso de agua. Acababa de llegar del primer entrenamiento para el campeonato que vendría en un mes. Sería el primero que jugaría siendo parte del equipo principal y estaba emocionado, mucho, pero también agotado porque el señor Wilson, mi entrenador, era mucho más estricto que Park. Los entrenamientos eran más duros, más largos y apenas me estaba acostumbrando a ello.
Primer día y me dolían partes del cuerpo que no sabía que tenía.
Con el vaso de agua ya servido, me recosté contra la barra de la cocina y, casi sin darme cuenta, le eché un vistazo al departamento. Era pequeño, pero acogedor y estaba lleno de nuestras cosas más preciadas. Desde la infinidad de libros, velas y flores de Sam, hasta mis trofeos de futbol, revistas astronómicas y juegos de mesa. Incluso habíamos llenado el lugar de fotos que nos habíamos tomado los últimos meses, ya fuera juntos, solos o con nuestros amigos. Ese día estaba particularmente ordenado, Sam debía de haber aseado hoy.
Y hablando de mi queridísima novia, ¿Por qué no había salido a recibirme todavía?
Con el ceño fruncido, dejé el vaso sobre la encimera y avancé hasta el pasillo. Todo tan callado, aseado y vacío significaba peligro. O estaba cabreada, o estaba deprimida, o peor, ambas. Sam solo permanecía tranquila, ordenada y callada cuando algo iba mal, no me gustaba para nada. Prefería mil veces que el departamento estuviese patas arriba, con la vocecilla de Taylor Swift a todo volumen y oliendo a sus inciensos raros si eso significaba que la encontraría con una enorme sonrisa en el rostro.
Llegué hasta nuestra habitación y abrí con cuidado, cauteloso. ¿Qué tal si estaba cabreada y me recibía lanzándome un libro a la cabeza? No, gracias.
Sin embargo, lo que me encontré no era un dragón escupe fuego, sino a una muy agotada Sam, durmiendo profundamente con su brazo rodeando con fuerza mi almohada. Llevaba puesta, como siempre, una de mis sudaderas y sus pantaloncitos cortos, a su alrededor, el portátil, un montón de hojas, marcadores y esferos de todos los colores. Seguro se había dormido estudiando.
Sonriendo, me acerqué a ella para depositar un suave beso en su frente. Cuando me separé, la confusión me invadió el rostro porque tenía rastros de lágrimas secas decorándole las mejillas. ¿Había estado llorando?
El tacto de mis labios y, quizá, mi cercanía, la despertaron. Abrió los ojitos marrones de apoco y los entornó ligeramente, acostumbrándose a la luz. Cuando su mirada dio con la mía, sonrió y se pasó una mano por los ojos, frotándolos para despertarse.
—Hola —murmuró, con la voz ronca.
—Hola, dulzura —se hizo a un lado y yo me senté junto a ella, sobre la cama. Se acercó a mi y me dio un casto beso en los labios a modo de saludo.
—¿Qué tal estuvo el entrenamiento?
—Vengo molido —hice una mueca— El entrenador quiere rompernos los huesos, estoy seguro.
—Suena terrible, ¿Quieres un masaje? —canturreó, muy coqueta, recorriéndome el pecho y los hombros con las manos, hasta rodearme el cuello por completo, acortando la distancia que nos separaba. Las comisuras de mis labios se alzaron al instante y sin perder más tiempo, la rodeé por la cintura, sentándola en mi regazo.
—Eso suena bien —se le iluminó la cara solo con mi respuesta. Luego, sus labios chocaron con los míos en un beso suave, lento, pero significativo. Recorrió con ellos mi mandíbula, mi cuello y mi clavícula. De repente ya no me sentía tan cansado. Aun así, quería aclar algo más antes de las cosas tomaran otro rumbo— ¿Has estado llorando?
Detuvo los besos en seco y se incorporó rápidamente para verme.
—No.
—Mentirosa —acusé, llevando las manos hasta sus mejillas y recorrí las marcas de lagrimas secas con el pulgar— ¿Qué pasó?
—Nada.
—Sam...
—Es que no es...es que es una tontería.
—Si pone lagrimas en tus bonitos ojos, entonces no es una tontería.
Vi como formaba un puchero que no dudé en besar. Suspiró, cansina.
—Me han rechazado el manuscrito. Otra vez.
Mierda.
Había convencido a Sam hace un par de semanas de llevar uno de sus libros a una editorial. Comenzó a publicarlos en línea hace un tiempo y, como vi que le iba tan bien y que los votos y visitas aumentaban con mucha rapidez, no me pareció tan descabellada la idea de que se aventurara por la publicación editorial. Después de todo, ya era mayor y tenía el talento para ello, además de una infinidad de libros ya terminados que seguro llamarían la atención de muchos. No obstante, había mandado el manuscrito ya dos veces y en ambas se lo rechazaron. Ya con esta era la tercera y, sabes lo que dicen, la tercera es la vencida, pero si le habían dicho que no de nuevo...bueno, eso podía hacer que perdiera la esperanza.
Noté como su semblante se volvía triste y sus ojos se achinaban con un amenazador llanto que no podía permitir avanzar. Detestaba ver que fracasara en algo, en especial porque su sonrisa desaparecía y la razón por la que los ojos se le ponían brillosos, ya no era de alegría, sino de las cataratas que parecía querer soltar. La abracé con fuerza, besándole un lado de la cabeza y ella enterró el rostro en mi cuello, sollozando.
—Lo siento mucho, cariño —susurré— Esos editores son idiotas, no saben de lo que se están perdiendo.
—O, a lo peor, no soy tan buena como creía.
—Claro que lo eres, ¿Acaso tus setecientos treinta y cinco mil lectores no te convencen de ello?
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Editado: 19.03.2023