El arte de fingir

Extra 04 | Por más navidades juntos

Asher

Odiaba la navidad.

Vale, no la odiaba. Lo que detestaba con toda mi alma era lo loca que se ponía la gente para esas fechas. Por lo general, los lugares estaban atestados de personas desesperadas que compraban regalos de ultimo minuto, el trafico era una mierda y ni hablar de todo el jodido ruido que había por todas partes.

Amaba Nueva York, pero a veces me parecía que esa era la única ciudad en la que el caos regular de las fiestas parecía multiplicarse por cinco.

Seguí a Sam, que luchaba por abrirse camino entre la gente para llegar a la tienda de deportes. Estábamos en el centro comercial, comprando regalos de ultimo minuto, je. No llevábamos ni dos horas ahí y ya tenía ganas de morirme.

¿Por qué parecía que la gente se multiplicaba a cada paso que daba?

Intenté mantener la calma y no perder los estribos en lo que avanzábamos, pero luego Sam dio una curva, chocando accidentalmente con un mastodonte de metro noventa que, furioso, decidió empujarla y entonces yo lo vi todo rojo.

Adiós a la calma, el namasté y todas esas mierdas.

Le di un empujón al tipo y este me miró con el ceño fruncido. De no ser porque yo llevaba puestas las gafas de sol y un gorrito en la cabeza, seguro que me habría reconocido y no se habría atrevido a intentar empujarme de vuelta. Pero lo hizo. El muy cabrón quería morir.

En fin, hay que darle a la gente lo que quiere.

Estuve dispuesto a hacerlo ver estrellitas, pero Sam se interpuso justo en ese momento, poniéndome una mano en el pecho para detenerme.

—¿Tan poco aprecias tu vida, imbécil? Porque pende de un muy delgado hilo en este momento —mascullé al tipo, que me lanzó una horda de improperios antes de decidir, sabiamente, perderse entre la multitud— Maldita sea, odio a la gente.

Sam se carcajeó y me tomó de la mano, entrelazando nuestros dedos antes de tirar de mí para acercarme. Cuando me tuvo a la distancia que quería, me soltó para envolver sus brazos alrededor de mi cintura y apoyar la barbilla en mi pecho, observándome. Ver el chocolate de sus ojos consiguió relajarme lo suficiente como para no darle más impulso a mis instintos asesinos.

—Tu no odias a la gente —me recordó, esbozando una pequeña sonrisa— Solo estás de mal humor.

—Estaba de buen humor hasta que ese imbécil decidió empujarte. Ahí se fue a la mierda mi paz mental.

—No fue para tanto, estoy bien.

—Por suerte para él lo estás, como te hubiese hecho algo...

—Ya, no seas un cavernícola, no me pasó nada —aseguró y me dio un beso en la mejilla— Quita esa cara larga, anda.

—No me gustan las fiestas.

—No te gusta lo loco que se pone todo en las fiestas —corrigió.

Ahí está, ella me conocía bien.

—¿Me recuerdas otra vez por qué tuvimos que meternos en este sitio del demonio? Hay tanta gente, que ya ni recuerdo como se sale de aquí —protesté, viendo a mi alrededor para encontrar alguna puerta, pero a cada lado que viese, solo había más y más y más gente.

De ser claustrofóbico, ya me habría dado un ataque.

—Porque no hemos comprado todos los obsequios, ¿Recuerdas? Aun nos falta el de mi padre, el de Ethan y el de Melissa.

—A tu padre le podemos comprar una camisa como esa de cuadros que muy sutilmente dijo que quería —propuse, recordando las recomendaciones de mi suegro. El hombre me había mandado varios mensajes con fotografías de camisas a cuadros que había visto en alguna tienda en Roden y me comentó que llevaba un buen rato queriendo una y que si tuviese un yerno que se la comprara, estaba seguro que se ganaría todo su aprecio.

Yo ya tenía su aprecio, pero no estaba de más sumar algunos puntos para el futuro.

—Por supuesto —puso los ojos en blanco— Tu solo quieres quedar bien con él.

—¿No me convendría?

—¿No te lo ganaste ya?

—Nunca se es suficiente —me encogí de hombros— Tengo que ahondar el terreno para cuando le vaya a pedir su bendición para casarme contigo.

Sam abrió mucho los ojos, sorprendida por mi declaración. La verdad es que no la había soltado al azar.

A ver, nuestra vida había cambiado un poco los últimos meses. Yo, al jugar con uno de los equipos más importantes de la ciudad, había comenzado a ganar fama entre los grandes fanáticos del futbol estadounidense y me encantaba. Diario mi numero de seguidores en las redes sociales subía, me llegaban mensajes de apoyo de personas que seguían mi trayectoria y en la calle me topaba con gente que decía admirarme, me pedían fotografías y autógrafos como si yo fuera alguna clase de estrella de rock.

Sin embargo, no todo era color de rosa. Así como había quienes eran puro cariño, también existían personas que dedicaban días enteros solo a criticarme, hablar mal de mí y difundir noticias falsas que mancharan mi nombre y el de la gente que me rodeaba. El numero era menor, claro, pero no dejaban de ser personas que afectaban mi estado de animo y el de mis seres queridos de un modo u otro.

Con Sam se habían ensanchado especialmente, no solo porque era mi novia, sino porque había empezado a ganar reconocimiento con la publicación de su libro. Había un porcentaje de nuestros seguidores que amaban la pareja que hacíamos, incluso existían paginas en redes dedicadas a subir actualizaciones nuestras y mensajes cargados de cariño. Pero otro porcentaje, más pequeño, pero no menos significativos, que pensaba que no nos merecíamos el uno al otro, que no congeniábamos o que Sam era demasiado poca cosa para mí, que no me hacía feliz.

Yo pensaba que debían de estar ciegos. Solo hacía falta que me echaran un vistazo cada que yo miraba a Sam para darse cuenta que no había nada que me hiciera más feliz que tenerla conmigo.

Al principio pensé que sería un problema para nosotros. Sam era algo insegura y supuse que ver tantos comentarios negativos iba a destruirla. Casi me da un infarto el día que llegó a casa, cabizbaja, diciendo que un par de chicas la habían abordado saliendo de la universidad para decirle que no era lo suficientemente buena para mí.




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