2 Solturnos Antes de la Coronación Del Nuevo Rey.
[2 Dias Antes]
...
El eco del grito se perdió entre los muros de piedra como un secreto que nadie quería oír.
—¡Por favor, su Majestad! ¡Puedo explicarlo!.
Lo llamó por el título que le dieron sus hombres.
Kael nunca pidió ese título.
Tampoco se proclamó rey del exilio.
Fue el exilio el que se arrodilló ante él.
Muchos lo vieron luchar. Ganar. Sobrevivir cuando otros habrían suplicado. Y en un territorio hecho de ruinas y despojos, donde la ley era olvido y el futuro un chiste cruel,
Kael se alzó. No por deber. No por justicia.
Sino porque quería.
Porque deseaba poder.
El trono real.
La corona que le negaron.
Solo eso.
Algunos lo admiraban. Otros lo temían. Pero todos sabían que donde él ponía la mirada, algo cambiaba.
Al principio lo llamaron “Señor del Exilio”, pero fueron los niños quienes acortaron el nombre...
y empezaron a decirle “Rey”.
Y el título se esparció como fuego sobre tela vieja.
Unos se negaban a aceptarlo. Otros lo reverenciaban como si su sangre llevara oro.
A Kael no le importaba.
Nunca buscó ser el salvador de nadie.
Solo camina hacia el trono que cree suyo.
Y si en el camino se inclinan ante él, si lo siguen como si fuera su Majestad...
Entonces que lo hagan.
Él no detiene a los necios.
Ni a los fieles.
—Perdóneme por favor —la figura arrodillada temblaba. Tenía la boca rota y las manos atadas con cadenas negras. Sangraba por la ceja y por la nariz. No era un soldado enemigo. Era uno de los suyos. Darnak Trel, comandante de avanzada. Le había jurado lealtad hace apenas tres Ciclos lunares.
[Equivale a 3 semanas].
Pero había vendido información. Había hablado con un mensajero de Arkaizen. Kael lo supo antes de que él mismo lo confesara.
—No necesitas explicarlo —respondió Kael.
Su voz era elegante, de dicción refinada, y sin embargo tenía el filo de una daga pulida. No gritaba. Nunca necesitaba hacerlo. La autoridad le brotaba de la piel como un perfume mortal.
Kael desenvainó su espada. Una hoja negra como la medianoche, sin grabados ni ornamentación. Sólo acero puro. Letal.
Darnak lloraba. Balbuceaba palabras rotas.
Kael le sostuvo la mirada. Era todo lo que el traidor tendría como despedida.
—Lealtad es todo lo que pido. Quien la rompe, se convierte en ejemplo.
Sin más, la espada cortó el aire y luego el cuello.
La cabeza rodó un instante... y cayó en la cesta preparada.
Kael limpió la hoja sin apuro, mientras los hombres a su alrededor se mantenían en silencio. Nadie celebró. Nadie se atrevió a pestañear.
—¿Ya terminaste con la ejecución del día?—una voz joven se hizo escuchar.
Eron Tharsen apareció con paso ligero, cruzando el umbral sin miedo, aunque sí con prudencia. Su cabello castaño estaba alborotado por la carrera y traía polvo en las botas. Sonreía como si nada acabara de ocurrir.
Kael no le respondió. Volvió a enfundar la espada.
—Los hombres están listos. Esta noche es perfecta para tomar Draceryn. Tal como anticipaste... la guardia cambia en menos de dos Rhyenes y el ala sur está sin vigilancia. He verificado personalmente los informes. No hay fallo.
Kael le dirigió una mirada breve, seca.
—Perfecto, iré a la taberna a beber algo antes, llegado el momento empezaremos a dirigirnos hacia haya.
Eron rió.
—Entendido. Iré contigo.
Kael no respondió. Se giró hacia la ventana de la torre. Desde ahí se divisaba la fortaleza que planeaba tomar. La piedra negra de Draceryn brillaba como hueso quemado bajo la luna. Un símbolo de poder antiguo... que ya no merecía su poder.
Eron se acercó, aún con esa sonrisa leal que parecía no romperse nunca.
—Creo que por la forma en que miras a Draceryn significa que estas más que listo para conquistar la casa.
Kael lo miró, sin emociones.
—Por supuesto, es mía después de todo.
—Lo sé —respondió Eron—. Solo llegas a reclamar lo que te quitaron.
Eron Tharsen era conocido en las tierras del exilio por una peculiar reputación: era, según decían, el único en quien Kael depositaba su total confianza.
O al menos… eso creían ellos.
Kael lo negaba cada vez que podía, sin siquiera mirarlo a los ojos. Su respuesta era siempre la misma, como un dogma que cargaba con más convicción que cualquier espada:
—Confiar ciegamente en alguien es la forma más elegante de morir antes de tiempo.
Y sin embargo, Eron se presentaba como su mejor amigo sin un atisbo de vergüenza. Lo hacía con una sonrisa confiada, los brazos cruzados detrás de la nuca y ese brillo eterno en la mirada. En los campamentos, en las tabernas, incluso ante los seguidores más curtidos del exilio, soltaba sin reparos:
—Soy el mejor amigo de Kael. Y si no me cree, pregúntele a él… aunque lo niegue.
Lo decía como quien sabe que un "no" no significa ausencia de afecto, sino defensa. Una muralla que uno aprende a no derribar, sino a rodear.
Para Eron, Kael no era solo un líder o una leyenda. Era su única familia. Su hermano mayor, aunque la diferencia entre ambos no pasara de cuatro Rhynes —Kael tenía veintiséis, Eron veintidós—, él siempre lo había visto como ese faro oscuro que lo rescató del naufragio.
Porque cuando Eron era apenas un muchacho desesperado, hambriento y solo, fue Kael quien lo encontró, cubierto de sangre, bajo los escombros de un pueblo arrasado por un mercenario de la nobleza. Fue Kael quien le entregó pan antes que preguntas, y una capa antes que órdenes. Fue Kael quien lo miró sin compasión, pero tampoco con lástima. Lo miró como quien dice: “vive… o muere. Pero elige ya.”
Eron eligió vivir. Y eligió hacerlo para servir a ese hombre.
Desde ese día, le juró lealtad no con palabras, sino con hechos. Lo siguió como una sombra testaruda, soportó su silencio, su rudeza, su ira fría y sus ausencias. Se convirtió en su voz cuando él callaba. En su escudo cuando él caía. En su única compañía cuando el resto temblaba al nombrarlo.
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Editado: 17.07.2025