El salón privado de la Casa Draceryn olía a mirra y a recuerdos sellados. Las brasas del brasero central ardían con un fulgor pausado, y el crepitar del fuego era lo único que osaba perturbar aquel silencio ancestral.
Darneth Draceryn, conde de la Casa, reposaba sobre su silla de respaldo alto.
Habían elegido continuar su conversación en un lugar más apartado, donde nadie, salvo ellos, conociese las verdades que allí serían pronunciadas.
A su frente, Kael permanecía erguido, con las manos cruzadas tras la espalda y la mirada fija en las llamas, cual si en ellas leyese el porvenir.
—No he venido a destruir vuestro legado, Conde de Draceryn —pronunció Kael con voz grave—. Si tal hubiese sido mi intención, creedme que no me habría presentado ante vos. No soy hombre que pierda el tiempo en cortesías vacías.
Darneth alzó lentamente la copa de vino oscuro, mas no bebió. Su mirada, cansada y afilada, se posó sobre aquel a quien una vez desterró.
—¿Y qué es lo que buscáis, entonces? —musitó—. No hallo razón para que vengáis a decirme tales cosas. ¿Acaso esperáis que os preste ayuda en vuestra cruzada de conquista?
—Probablemente sea ese el plan —respondió Kael con calma—. Bien sabéis cuáles son las leyes: las Siete Casas han de inclinarse ante el Rey. Por ello necesito que la Casa Draceryn lo haga ante mí. No soy ya un simple exiliado. Puede que no ostente vuestro apellido, mas vuestra sangre corre por mis venas. Y eso, nadie podrá negarlo… ni siquiera vos.
Darneth desvió la mirada, como si la culpa le pesase más que los años.
—Además de esa ley, he de pertenecer a una de las Siete Casas… y pertenezco a Draceryn. Tarde o temprano seré el heredero de esta casa, aunque dicha idea os resulte amarga.
—No poseo herederos —admitió al fin, con la voz de quien se rinde al eco de sus propios errores—. Mas no estaba en mis planes que fuerais vos quien me sucediera.
—Puede que no os agrade la idea, Conde, pero no hay otro que pueda heredar el cargo. Sé que aún me culpáis por la muerte de mi madre, y por ello me desterrasteis. Pero he regresado… y no pienso renunciar a lo que es mío por derecho.
—Kael… fue por respeto a mi hija que no os mandé ejecutar. Deseaba que vivieseis, pues sois lo único que de ella me queda. No me forcéis a arrepentirme de aquella decisión —le pidió en un susurro quebrado.
—Dejad de repetir aquello. Nadie me detendrá. Una vez conquiste las Siete Casas, habréis de nombrarme vuestro sucesor. El título de Conde no debe recaer en quien lleve un nombre, sino en quien porte la sangre… y la voluntad de vuestra estirpe. Y yo, señor mío, porto ambas.
El conde entrecerró los ojos, escudriñando el rostro de aquel joven.
—Y aun si os reconociese… ¿Qué dirían las demás Casas? ¿Qué pensarán los vasallos cuando sepan que la Casa Draceryn se ha doblegado ante un exiliado?
Kael sonrió, sin mostrar los dientes.
—Decidles, entonces, que no os doblegasteis… sino que fuisteis conquistados.
Darneth frunció el ceño, desconcertado.
—¿Conquistados? ¿Qué desvaríos son esos?
—No lo son. Son previsión. Permitid que los rumores fluyan. Que se diga que tomé esta Casa por la fuerza, que vuestras torres cayeron sin honor, que mi espada os obligó a inclinaros. Así os temerán. Y no os señalarán como traidores, sino como víctimas de mi poderío.
—¿Deseáis convertirnos en fábula…? —susurró Darneth, turbado.
—En leyenda —corrigió Kael, con una reverencia leve—. Si os ven como aliados, os colgarán por la ofensa. Si os temen, os dejarán vivir. No es traición lo que propongo… es supervivencia, envuelta en el disfraz del sometimiento.
El silencio se hizo largo.
Finalmente, el anciano suspiró, hondo como los abismos.
—Esto es una absoluta insensatez. Sabéis bien que podría dar batalla si así lo deseara. Aunque los años me pesen, aún no he perdido la fuerza ni la dignidad de los míos.
—Lo sé. Mas sé también que no deseáis que esto termine en tragedia. Soy lo último que os queda, aunque no os agrade reconocerlo. Matarme sería como matarla a mi madre, Aurelith.
—No pronunciéis su nombre —dijo el conde con voz tensa.
—Sé por qué me odiáis. Sé que me despreciáis porque, para vos, no soy más que la consecuencia de un error imperdonable. Pero el vínculo que nos une es más fuerte que vuestro juicio… y lo sabéis. En lo más profundo de vuestra conciencia, reconocéis que la culpa no fue mía. Fueron ellos. Fueron sus prejuicios, su orgullo herido, su afán por borrar todo aquello que no encajaba en su idea de pureza. Ella no cometió delito alguno, y aun así la obligaron a huir como si llevara sangre maldita en las venas. Su único pecado fue amar creer en él … y provenir de una casa cuya sombra pesa más que la verdad. Por eso la convirtieron en una fugitiva. No por lo que hizo, sino por lo que era.
—¿Cómo sabéis eso? —preguntó Darneth, con un atisbo de sorpresa. Pocos conocían la verdad tras la muerte de su hija—¿Entonces sabéis quién es vuestro padre? —inquirió Darneth, con un dejo de desafío en la mirada, Kael era tan solo un pequeño niño cuando todo eso sucedió.
—Sé quién soy, de dónde provengo y la verdad que mancha nuestra historia. Sé la culpa que cargáis y por qué me señaláis. Sé también quiénes fueron los que empujaron a mi madre al abismo de la desesperación, forzándola a cometer aquello que tanto os pesa.
—¿Cómo podéis tener tal certeza?
—Porque su historia no es solo suya, sino mía. Cada secreto, cada sombra, está sellada en mi alma y arde en mi sangre. Nada se oculta de mí.
—No comprendo.
—Eso ahora no importa. Habéis callado por años vuestro duelo. Me culpasteis y lo acepto… Si yo no hubiese nacido, quizá ella seguiría viva. Pero incluso eso comenzó mucho antes. Jamás habría huido si ellos no la hubiesen perseguido. Así que también es culpa suya. Y yo… yo deseo hacerles pagar. Si vos también lo deseáis… entonces haced lo que os pido. Decidme, abuelo… ¿anheláis venganza?
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Editado: 17.07.2025