Esa fría mañana del séptimo mes del año, estaba preparando mis tostadas mientras esperaba que se calentara el agua para el café. Yo era un hombre de hábitos firmemente arraigados, muy poco predispuesto a probar combinaciones nuevas. Por lo tanto, untaba mis tostadas con mermelada. Nunca pude concebir que algunas personas pongan primero una capa de manteca, por no mencionar la combinación de manteca y azúcar.
Tenía mi rutina perfectamente organizada, lo cual era clave, en opinión de mi doctor. Era importante, me había explicado él, ocupar el tiempo para evitar que determinados pensamientos pudieran originarse en mi mente. Muy fácil decirlo, pero muy difícil de llevar a la práctica cuando uno no puede trabajar. O, por lo menos, no puede trabajar de la misma manera que lo hizo durante la mayor parte de su vida. Aunque mi nombre es Héctor, lejos estuve de guerras y caballos. Durante mi juventud fui todos los días al banco, cumplí con mis responsabilidades y obligaciones, y de un día para otro, me jubilé. Así, de la noche a la mañana, ya no tuve que ir más al banco, ni atender clientes, ni rellenar formularios en la computadora.
Recuerdo que pensaba en todo esto mientras me encontraba sentado a la mesa de la cocina, disfrutando mi desayuno ligero. Ya no usaba más la mesa del comedor, ocupar solo una silla de las seis que había era una de las situaciones que me hacían sentir mal. Esa y otras, la había podido descubrir con ayuda del doctor, y habíamos acordado que era mejor evitarlas por más que tomara la medicación prescrita con la regularidad de un reloj suizo.
Mi agenda para ese viernes era la siguiente: paseo con Jasper, mi dálmata, por el parque; almuerzo, siesta, como todos los días. Excepto por el último ítem: iba a ir a una casa de campo para asistir a una fiesta de cumpleaños. Este tipo de eventos no suelen contarse entre mis preferidos porque, como llevo una vida tranquila, no me siento cómodo en grandes salones llenos de desconocidos, ruidos y luces. Afortunadamente, esta celebración no se realizaba en la ciudad.
De modo que había tomado la decisión de ir y hasta había armado mentalmente el bolso, dado que me quedaría a pasar el fin de semana. Mi cuñado se llamaba Julio Roster y celebraba sus cincuenta y cinco abriles. Intenté recordar qué había hecho yo cuando llegué a esa edad; no lo logré. Después de todo, ya habían pasado muchos años. Julio, de espíritu siempre enérgico, había organizado una cena en su casa para el sábado a la noche. Pero, sabiendo que era un viaje de unas horas para mí, había tenido la gentileza de hospedarme hasta el domingo. Pensándolo bien, tal vez esto último hubiera sido idea más de su esposa, Flora, que de Julio. Daba igual.
Aunque ya hacía muchos años que mi querida esposa había fallecido como consecuencia de un accidente, yo había conservado el vínculo con su familia. Particularmente con su hermano Julio, ya que los demás, así como sus padres, vivían más lejos. Pero la casa de Julio estaba a una distancia razonable, y yo me había encariñado con sus hijos, a quienes mi esposa también había querido mucho. Julio y Flora tenían dos mujeres y dos varones.
Hacía bastante que no los veía… sí, desde la fiesta de año nuevo del año pasado. La Navidad la había pasado con mis hijos y nietos, y para el treinta y uno había ido a la casa de Julio. Me había resultado un poco molesto el festejo, según recordaba, había muchísima gente, mis suegros y mis otros cuñados habían asistido, y con ellos, una variedad de adolescentes y niños. Desacostumbrado a su presencia, me habían parecido irritantes. No dejaban de correr y gritar, y habían llevado un arsenal de fuegos artificiales que hacían más ruido que luces.
Pero esta vez sería diferente. Flora me había llamado para invitarme a celebrar el cumpleaños junto a la familia. Como ella no se encontraba muy bien de salud, habían descartado la organización de una fiesta con muchos invitados, ya que significaría demasiado trabajo. Recuerdo que me sentí aliviado, porque no me gustan las aglomeraciones y la música que está de moda me provoca alergia. Le prometí mi asistencia con agrado. Seguramente irían también los padres de Flora, que vivían en el campo de al lado. Eran muy religiosos y podían ponerse un poco pesados, pero si me sentaba cerca de los jóvenes no tendría problema.
El tiempo comprendido entre el desayuno y la siesta transcurrió tranquilamente. A eso de las tres me levanté, preparé el bolso, revisé el armario y los cajones por si había olvidado algo, y me subí al auto; pero volví a bajarme casi inmediatamente porque había olvidado mi sombrero de fieltro. Lo busqué y volví al vehículo. Jasper ocupó su lugar en el asiento del acompañante: mi amigo fiel siempre me acompañaba en los paseos. Eran las cuatro y media cuando emprendí el viaje, y comencé a salir de Rosario escuchando uno de mis casetes favoritos del gran Sinatra. Pasaban los temas, los minutos y los kilómetros: me gusta manejar, permite pasar de una cosa a otra muy fácilmente. Estaba cambiando la vibrante ciudad por la calma de las sierras cordobesas. Paré una sola vez, frente a un puesto célebre. Compré salame y queso de cabra para mis anfitriones, y unos dulces artesanales para mí.
Llegué a la casa de Julio cerca de la hora de la cena. Atila, el pastor alemán, fue el primero en anoticiarse de mi llegada. Pero cuando me reconoció dejó de ladrar y comenzó a mover la cola, y a jugar con Jasper. Los hijos de Julio ya habían llegado y reinaba un clima alegre en la casa de estilo campestre. Mi cuñado me palmeó la espalda con afecto genuino. Manuel, el benjamín, y Flora estaban atareados preparando la mesa, mientras Anita, la persona que solía ayudar a Flora con los quehaceres diarios, se ocupaba de la cocina.
Editado: 05.12.2021