Recuerdo que me desperté solo unas horas después, y me pareció como si recién me hubiera dormido. No había descansado muy bien, en parte por el malestar estomacal y en parte por esa sensación que uno tiene cuando no duerme en su propia cama. Interrumpió mi sueño un ruido sordo y pesado, y vi que Jasper, que dormía sobre una alfombra al lado de mi cama, miraba muy atentamente la puerta. Después oí pasos fuera de mi habitación y voces, aunque no alcanzaba a entender lo que decían. Preocupado, me levanté, me calcé mis pantuflas, me abrigué, y abrí la puerta de mi dormitorio. Habían prendido la luz y pude ver que las puertas de las otras piezas también estaban abiertas, y oí llantos. Salí al pasillo y noté que la figura corpulenta de Javier estaba de pie frente al dormitorio de Julio, con los brazos cruzados y una expresión de consternación. Me acerqué a él y le pregunté qué pasaba, al tiempo que me inundaba el temor al identificar el lamento desconsolado de varios miembros de la familia. Él, pálido y con voz entrecortada, me respondió que su padre no estaba bien.
—Pero ¿qué le pasa? —insistí.
—Dijo mamá que estaba teniendo un ataque, eso fue lo que pude entender. Que se despertó y vio que estaba vomitando y había sangre. Yo… no sé —me explicó con nerviosismo.
Me angustié, y recuerdo que me costaba creer que todo aquello estaba sucediendo realmente.
—¡Hay que llamar a Rosa urgente! —exclamé.
—Ya fue Manuel a llamarla, no te preocupes —me contestó. Descruzó los brazos y, suspirando, le dio la espalda a la puerta. Yo me quedé paralizado unos segundos: recordé cómo Flora me había contado que Julio había tenido un ataque hacía dos años, había perdido el conocimiento, y después lo habían medicado. Pero yo no sabía exactamente cuál era su diagnóstico.
En ese momento oí que los llantos disminuían y los dos hicimos silencio, al tiempo que me daba cuenta de que mi amigo nos había dejado. A mí no me gustaban ese tipo de situaciones, pero consolé como pude a Javier, hice acopio de coraje y entré al dormitorio. Sentada a los pies de la cama estaba Flora, que tenía su cabeza apoyada en el pecho de Celia y el espanto estampado en su rostro. La joven intentaba contenerse, y tendido en el piso, yacía Julio. Basta decir que era evidente que no había fallecido pacíficamente mientras dormía.
Escuché pasos a la carrera y vi que se acercaba Rosa, que era enfermera, con su maletín en mano, y Manuel la seguía. Comencé a explicarles y vi que el joven se derrumbaba, pero la muchacha no perdió la compostura: mientras me escuchaba entró en la habitación, observó a su padre y comenzó a hacer todo lo que estaba a su alcance para revertir el cuadro. Admiré su sangre fría y, no pudiendo colaborar de otra manera, me acerqué hacia Flora y Celia, y las escolté fuera del dormitorio, hacia el pasillo. La madre abrazó a sus tres hijos y yo me quedé a un costado, esperando.
No sé cuánto tiempo pasó, aunque recuerdo que me pareció poco: Rosa salió llorando del dormitorio y se unió a su madre y hermanos. Sus medidas no habían dado resultado.
Unos minutos después, me sequé los ojos y fui a la cocina pensando en preparar té. Recordaba las horas siguientes al momento en que me había enterado del accidente de mi esposa y la desorientación que sentía: parecía como si las leyes que regían mi vida cotidiana se hubieran suspendido, y no sabía qué hacer. Mientras esperaba en el hospital, una enfermera muy amable me había acercado una bebida caliente que me devolvió parcialmente a la normalidad.
Eric, que me había seguido para darle privacidad a la familia, se sentó a la mesa. Seguramente se había levantado tan rápido que había olvidado peinar sus rubios cabellos con la raya al costado, como de costumbre. Me preguntó si sabía si Julio tenía alguna enfermedad.
—No sé concretamente qué le pasaba, Flora solamente me contó que se descompensó hace unos años y que el doctor lo había medicado. Pero no me dio más detalles y a él no le gustaba hablar de esas cosas. Sí me consta que, si también le recomendaron llevar una vida tranquila, no cumplió con esa indicación, era imposible para una persona como él —expliqué sacudiendo la cabeza.
El joven hizo un gesto de comprensión y añadió con tristeza:
—No llegué a conocerlo en profundidad, pero creo que entiendo a lo que se refiere. Celia me contaba que estaba siempre muy atareado con el campo, y se hacía mala sangre por no encontrar gente honesta o que supiera hacer el trabajo.
—Sí, así era, y estaba muy acostumbrado a hacer todo él, porque no le gustaba como lo hacían los demás —contesté al recordar varios ejemplos de esas situaciones.
La pava comenzó a silbar y apagué el fuego, en el mismo momento en que entraba a la cocina Raúl, el esposo de Rosa. Físicamente era muy diferente a Eric, su cabello era oscuro y su mirada, cálida. Venía en busca de noticias, que le proporcionó su cuñado mientras yo llenaba la tetera y preparaba la bandeja con las tazas. El recién llegado agachó la cabeza, abatido. A los pocos minutos vi que los miembros de la familia entraban uno a uno en el comedor diario y se sentaban a la mesa.
Mientras Eric y Raúl servían las tazas, me acerqué a Flora y me ofrecí a telefonear para informar el deceso. Ella aceptó y me agradeció con un asomo de sonrisa. Entonces salí al pasillo para dirigirme hacia la sala de estar, donde se encontraba el aparato.
Al volver vi que la mayoría de las tazas todavía estaban casi llenas. Insistí en que tomaran algo caliente, que les haría bien, pero algunos me dijeron que no querían nada. Manuel, Flora y Celia, aparte de mí, también habían experimentado un malestar estomacal considerable durante la noche. Celia la había pasado peor que todos, decía apenas maquillada y con su habitual histrionismo. Cada uno dio detalles de lo que le había sucedido y lo que había comido y bebido, tanto como para pasar el tiempo. Resultó que los cuatro habíamos tomado dos porciones del plato principal, mientras que, los que no habían tenido ningún problema, habían comido poco. Concluimos que seguramente el problema habían sido los champiñones.
Editado: 05.12.2021