Durante las horas que siguieron el desconsuelo reinó en la casa de la familia Roster. Flora se había acostado y no se levantó para almorzar, y los demás estaban taciturnos. Raúl y Eric, que seguramente se sentían un poco incómodos y fuera de lugar, habían decidido dar un paseo por el parque y me invitaron. Como ellos, yo también era ajeno a la familia. El sol brillaba alto en el cielo, aunque el aire era frío, y se escuchaba el canto de los cardenales. Durante el paseo tuve la oportunidad de conocer mejor a los jóvenes: Raúl era un hombre de pocas palabras, aunque sabía escuchar. Tenía un aire de mansedumbre y docilidad, tal vez consecuencia de su crianza en un convento, hecho que me había comentado Julio una vez. Mi amigo reconocía que era un muchacho educado y no dudaba de que trataba bien a Rosa, pero esto no cambiaba que hubiera deseado un candidato mejor para su hija. Como el esposo de Celia, por ejemplo: un joven atractivo, de excelente cuna y con una prometedora carrera.
Julio había crecido en una familia acomodada y, habiendo conocido las ventajas que esa situación otorga, ansiaba lo mismo para sus hijos. Yo no se lo dije, pero a mí me parecía que intentaba imponer su deseo sin interesarse por el de sus vástagos. Sobre todo, teniendo en cuenta las personalidades casi opuestas de Rosa y Celia. Sin embargo, quién soy yo para opinar de estos temas, cuando siempre recibo la invitación para el almuerzo familiar dominical de parte de alguna de mis nueras.
Después de regresar a la casa, me acosté para descansar un rato. Anticipaba una tarde intranquila y por completo fuera de mi rutina: el adiós a Julio. Sin embargo, otro hecho aún más inesperado estaba por suceder.
El reloj había dado las seis, y yo estaba leyendo en mi habitación cuando escuché voces alzadas. Salí de la pieza y me dirigí al lugar de donde me parecía que provenían: en la sala de estar se encontraba reunida la familia de Julio. Vi en los rostros de los presentes sorpresa e incredulidad; incluso en algunos, enojo. Además de ellos, estaba presente un hombre vestido con uniforme policial al que reconocí enseguida: el inspector Montgomery. Tenía un porte militar y ojos grandes y oscuros. Nos habíamos conocido el año anterior en un hotel, de casualidad. Tuvo lugar un robo y yo, humildemente, colaboré con él en la investigación.
Tomó la iniciativa y me saludó formalmente, presentándose, como si fuera la primera vez que nos veíamos. Más tarde supe por qué. Respondí en los mismos términos y entonces el inspector me explicó que se había hecho presente al haberse anoticiado sobre los resultados de la autopsia practicada a Julio: no se habían hallado hongos tóxicos, sino arsénico. Lo miré fijamente y repetí la palabra, sin poder creerlo:
—¿Arsénico?
—Exactamente, y en una cantidad significativa. Se hallaron otras señales también que indican un envenenamiento crónico por esta sustancia —me respondió con parsimonia.
Miré a mi alrededor: todos estaban en silencio, con los ojos fijos en mí. Mi rostro debe haber tenido la misma expresión que la de ellos, ya que las exclamaciones se reanudaron. Manuel fruncía sus espesas cejas, otra vez enojado: protestaba diciendo que no podía ser, debían haberse confundido, ¿quién iba a querer matar a su padre?
Al escuchar esto, el inspector se fijó en él y lo interrumpió:
—Ah, pero yo solamente dije que se encontraron cantidades significativas del veneno. Me parece interesante lo que usted dice, ¿no cree entonces que el consumo haya sido accidental? ¿Cree que su padre ha sido asesinado?
Otros segundos de silencio, y más protestas.
El inspector puso orden con autoridad al declarar firmemente:
—Entiendo su incredulidad, pero la evidencia es incontestable y nos obliga a realizar la investigación pertinente para dilucidar cómo se produjo el consumo de arsénico por parte del interfecto.
A continuación, Montgomery explicó que deseaba conversar con cada uno de nosotros por separado, comenzando con la esposa de Julio. Le preguntó a qué habitación podrían ir para hablar tranquilos, y Flora sugirió la biblioteca. De modo que se dirigieron hacia la sala contigua cerrando la puerta tras de sí.
Los que nos quedamos en la sala de estar lidiamos, cada uno a su manera, con las noticias que recién habíamos escuchado. La tensión y el silencio hacían que el aire se sintiera pesado. Rosa, que llevaba su largo cabello pelirrojo atado, apoyaba la barbilla en su mano derecha y miraba por la ventana abierta, absorta en sus pensamientos. Celia había sacado el espejito que siempre llevaba consigo y se acomodaba sus rulos dorados; seguramente sería una de esas maestras que siempre les dicen a sus alumnos que se peinen. Javier estaba de pie frente a la chimenea, con los brazos cruzados y la espalda ligeramente encorvada, típica de los estudiantes. Sabía que el joven quería ser periodista y le había dado algunos dolores de cabeza a sus padres por sus ideas políticas. Manuel, incapaz de quedarse quieto, caminaba de un lado a otro abriendo y cerrando los puños. Yo, por mi parte, me senté en un sillón, crucé las piernas y reflexioné. El inspector había hablado de envenenamiento crónico; yo no sé mucho de medicina, pero supuse que eso significaba semanas, tal vez un mes. ¿Cómo podía haberse intoxicado con arsénico durante todo ese tiempo? Traté de recordar lo poco que sabía sobre esa sustancia, por comentarios sueltos que había escuchado a lo largo del tiempo. Me constaba que era el rey de los venenos y se había empleado durante milenios en la historia de la humanidad, sí, pero ¿todavía hoy? No se me ocurría ni cómo podría conseguirse. Se me vino a la mente un hombre de rostro desconocido entrando a una farmacia y solicitando ese veneno al vendedor, y me pareció tan absurda la idea que tuve que reprimir el impulso de reír.
Editado: 05.12.2021