Yue Han
El último reino del día debía ser el Triunvirato de Tai’shén. El Imperio del Dragón era célebre por la fuerza y la astucia con que libraba guerras entre los distintos estados. Su sed de poder resultaba casi injustificada, pues ocupaban el segundo lugar en extensión de tierras del Oeste. Sin embargo, por algún motivo, siempre ansiaban más.
Ante nosotros se alzaban tres figuras altas, vestidas con solemnes hanfu de ceremonia. Nuestra cultura era idéntica a la suya debido a la antigua unión de los imperios, por lo que hallar semejanzas entre nosotros resultaba natural. Lo que realmente los distinguía eran las máscaras de porcelana que cubrían sus rostros. Solo los ojos, de forma almendrada y felina, quedaban visibles, mientras el resto del rostro permanecía oculto tras aquella porcelana decorada con finos trazos que acentuaban los ojos con líneas y las cejas con diminutos puntos.
Aun así, por los sutiles relieves del material, se podía adivinar parte de sus facciones: el perfil recto de la nariz de la emperatriz, por ejemplo.
La soberana vestía un espléndido hanfu negro con inserciones blancas en el pecho y la cintura. Su peinado recordaba al de mi madre: mechones laterales enmarcaban la máscara, descendiendo por las sienes y uniéndose al recogido posterior. El grueso moño de su cabello oscuro estaba adornado con largas agujas y colgantes de delicadas cadenas, cuentas, piedras preciosas y borlas que centelleaban con cada movimiento.
A su lado se hallaban dos siluetas: un hombre y una mujer. Menos fastuosos, pero igual de notables.
El hombre, vestido con tonos azul y turquesa, llevaba una coleta alta en la coronilla, con la mayor parte del cabello recogido y el resto cayendo libre sobre la espalda y los hombros. Imaginé que su melena debía de ser más larga que la de mi madre. Delante, algunos mechones oscuros enmarcaban su rostro oculto. No faltaban los adornos, por supuesto: una horquilla-corona plateada sujetaba su coleta, en contraste con la mía, que era dorada.
—Nos alegra veros, Tigres —saludó primero la emperatriz Chan Li, alzando los ojos entrecerrados hacia mi madre.
—A ustedes también, Dragones —respondimos con una reverencia, aunque solo obtuvimos de vuelta una leve inclinación de cabeza.
La insolencia de los Dragones no conocía límites. Parecía que no eran ellos quienes habían acudido a nuestra ceremonia, sino nosotros los que habíamos sido convocados a la suya. Deberíamos estar acostumbrados al carácter habitual de los representantes de Tai’shén.
Me incorporé y, casi sin querer, solté un leve resoplido. Frente a mí se encontraba una joven que me abrasaba con sus ojos negros. Su hanfu rojo brillaba con la misma intensidad que la horquilla en su alto recogido. Miré al hombre, luego a ella. Eran parecidos. ¿Acaso una mujer de alto rango no debía llevar peinados más elaborados?
Al mirar a mi madre, cuyo estatus de emperatriz le exigía lucir complejos moños de varias capas de cabello, comprendí que nunca entendería sus costumbres.
—Mi nombre es Chan Li, por si alguien lo había olvidado —recordó la líder de los Dragones, quizá insinuando nuestra ignorancia, la de Huayan y la mía.
—Soy Yue Han —intervine, alzando la mano y atrayendo hacia mí la atención de los tres.
El frío me recorrió el cuerpo cuando las miradas de los Dragones se centraron en mí. Un escalofrío me trepó por la espalda; me sentí diminuto, vulnerable. Ese era su verdadero poder: infundir temor solo con la mirada. ¿Los propios habitantes de Tai’shén no temían a sus soberanos?
—Yo soy Yue Huayan, y esta es Yue Min —dijo Huayan sin un ápice de temor, señalando con un gesto a la hermana menor, dormida en brazos de nuestra madre.
Con cierta superioridad, Chan Li asintió.
—La dinastía Yue continúa en el trono, ¿no es así? —observó la mujer con una sonrisa que sonó a burla.
—Así es —respondió mi padre—. ¿Nos presentaréis a vuestros acompañantes?
El contraste era evidente: nuestra calidez frente a su gélida arrogancia. Resultaba extraño, considerando que hacía un siglo habíamos sido un mismo imperio. Los ancianos contaban que los habitantes de Yun’jing poseían el mismo carácter que hoy mostraban los de Tai’shén. Nuestro cambio, decían, fue fruto de la mezcla entre dos pueblos, una unión que trajo buenos frutos para todos.
—Mi general y consejero, Xuan Shinyu —dijo Chan Li, indicando con la mano izquierda al alto hombre junto a ella.
Era incluso más alto que mi padre, considerado un gigante en nuestra familia. Santo Tigre… ¿qué clase de seres eran ellos?
—Mi consejera, Yao Zhang’e —añadió, señalando con elegancia a la joven frente a mí.
—Un placer conoceros —dije con cautela, intentando parecer sereno, aunque dentro de mí hervía un torbellino de emociones.
Esperé una respuesta, pero no llegó. Suspiré y volví la vista hacia mi madre.
—Os acompañaremos a vuestros aposentos —anunció la emperatriz, echando a andar hacia los corredores.
La seguimos.
***
Ya había lamentado varias veces haber caminado delante de los Dragones. Sentía sus miradas taladrándome la espalda, como si quisieran descubrirme los pensamientos… o arrancarme las entrañas. Estuve a punto de girarme y decirles todo lo que pensaba, pero las normas de cortesía me lo impidieron.
Respiré hondo. El aire primaveral que envolvía el palacio calmó mis nervios.
Las escaleras nos llevaron al segundo piso, donde se extendían decenas de enormes puertas talladas con intrincados relieves. Aquel ala solía usarse para las doncellas y otras dependencias, así como para los invitados, de modo que era allí donde nos alojarían.
Una sirvienta se acercó a una puerta de roble oscuro, sacó una llave y estaba por introducirla en la cerradura cuando el chirrido de otra puerta la interrumpió. Nos volvimos: Vasu Ashwani se encontraba allí, vestida con ropas más sencillas.
Editado: 27.11.2025