Yao Zhang’e
Por todo el palacio habían colocado varillas de incienso, cuyo humo envolvía cada rincón como un manto perfumado. Ni hablar de los aceites aromáticos que hacían estallar la cabeza por la mezcla de fragancias. Sin embargo, era la tradición de la Bendición Sagrada, que exigía lo mejor de lo mejor: desde los manjares hasta las telas de los Tapices Murales.
A todos los invitados se les pidió vestir de rojo o, al menos, llevar algún detalle de ese color.
Yo llevaba un hanfu carmesí, cuyo cinturón adornaba una cinta brillante que se anudaba en la espalda formando un lazo con cuentas. Shinyu estaba a mi lado, con un atuendo similar, aunque con algunos diseños de tonos más oscuros. En su espalda se extendía la silueta de un dragón, símbolo claro de su pertenencia al reino. Nuestras máscaras eran blancas, con toques rojos bajo los ojos y las cejas, y algunos otros adornos.
Chan Li llevaba una porcelana más lujosa sobre el rostro: pequeñas flores y rizos que se entrelazaban lentamente hasta perderse en su cabello, recogido en un elaborado peinado sujeto con horquillas.
Mientras los Yue recibían a los últimos invitados en la plaza, nosotros esperábamos cerca. Me intrigaron los que llegaban con retraso, así que me asomé por encima del hombro del general.
Una mujer y un hombre. Su acento me resultó familiar, así que afiné el oído para entender quiénes eran.
—Miranda y Charlie de Suvarnaga —respondió el general al notar mi curiosidad.
—¿No fue Heather quien vino de allí? —pregunté frunciendo el ceño.
—Son sus padres —asintió con la cabeza hacia las figuras que se inclinaban ante la familia imperial.
Su ropa era la más resplandeciente, de un rojo vivo que centelleaba bajo los rayos del sol. Mi mirada se deslizó más allá, intentando captar un movimiento detrás de ellos. Un sirviente salió con una bandera de fondo blanco, en cuyo centro brillaba un escudo carmesí con una corona dorada. No muy lejos flameaba la nuestra: fondo azul atravesado por un dragón blanco, y en la parte superior e inferior, cintas plateadas.
—¿Estás orgulloso de verte en la bandera? —susurré a Shinyu, dándole un leve codazo en las costillas.
Él se sobresaltó y frunció el ceño. Luego bufó, como si hubiera hecho la pregunta más obvia del mundo, algo tan simple como una suma elemental.
—¿Y tú no lo estarías? —replicó alzando el mentón.
—¿Yo? ¡Por supuesto! —exclamé, llevándome la mano al pecho.
—Niños… —comentó Chan Li con tono regañón, provocando nuestras risas.
En realidad, éramos las únicas personas en su círculo cercano. O mejor dicho, no personas, sino almas divinas. Pero ese no era el problema. Chan Li era la última hija de su linaje, incapaz de tener descendencia que continuara la familia. Nunca tuvo tiempo para los hombres: dedicaba su vida al gobierno y a sí misma. Cuando fui nombrada consejera, noté la atención excesiva que los generales y sirvientes le mostraban. Shinyu me contó que a menudo le pedía ayuda para librarse de ellos. Desde entonces, incluso yo la protegía de las atenciones no deseadas de cualquiera.
Según la tradición, Miranda y Charlie ofrecieron un sobre rojo con dinero.
—Chan Li, ¿celebrarías con tanta grandeza el nacimiento de tu propio hijo? —pregunté en voz baja. Sabía que el tema no le resultaba especialmente doloroso, pero aún así preferí ser precavida.
—Probablemente sí. Aunque me inclino más por celebraciones familiares —su tono se ensombreció, dejándonos claro que era otro tema sensible.
Callé y volví la mirada hacia la plaza. En pocas horas estaría llena de gente.
El Guzheng¹ sonaba a nuestros oídos mientras escuchábamos el solemne discurso de Yue Don.
¹Guzheng: instrumento de cuerdas pulsadas.
—¡Hoy nos reunimos para celebrar el primer mes de vida de la nueva heredera del trono! —proclamó el emperador, alzando la mano hacia el sol.
Tuvimos que sentarnos junto a Vasu, que no hacía más que aplaudir con un entusiasmo tan falso como inoportuno. Cada vez me costaba más contener el impulso de torcerle las muñecas de tanto fastidio.
—Como todos sabemos, el primer mes de un bebé siempre es difícil, cuando la criatura aún es frágil. ¡Pero no nuestra Pequeña Tigresa! —agitó la amplia manga, como si con ese gesto cortara de un tajo las garras de la Muerte, que ansiaba arrebatar a Yue Min.
Con el rabillo del ojo percibí un movimiento. Al girar la cabeza, vi cómo Chan Li inclinaba el rostro. Shinyu la miró y luego me miró a mí. Su mano se dirigió al vientre, donde reposaba un cinturón dorado. Sus dedos apretaron la tela con fuerza; las uñas se hundieron más, como si intentara arrancar algo de su interior.
—¿Qué ocurre? —por supuesto, la señora Vasu no dejó pasar la escena y preguntó en voz baja, con una gota de reproche.
Le respondí con un chsss irritado, y antes de poder acercarme, Chan Li se dobló sobre sí misma. Shinyu fue el primero en lanzarse para sostenerla.
—¿Qué sucede? —le tomó la mano, buscando la causa del malestar.
Me apresuré a sujetar la otra manga. Me incliné hacia ella: su rostro se contrajo de dolor.
—¿Te duele? —Shinyu le tocó la nuca y luego el brazo.
—Sí —logró pronunciar al fin.
Fruncí el ceño, sin saber cómo actuar.
—¿Llamamos a alguien? —preguntó un general de Torgutai, pero ambos negamos al unísono.
Los dragones se bastan solos.
Los instrumentos se silenciaron. Las voces cesaron. Toda la atención se centró en nosotros, más precisamente en Chan Li. Los ojos se abrían con curiosidad descarada. Resoplé, irritada, pero Shinyu reaccionó con calma, tranquilizando a todos y, de paso, a mí:
—Está bien. No hay de qué preocuparse —y quizá solo yo percibí la irritación escondida tras su voz—. Nos retiraremos un momento.
La acompañamos hasta el primer salón que encontramos, guiados por un sirviente respetuoso. Él se adelantó hacia las puertas, custodiadas por dos guardias, las abrió y nos dejó entrar.
Al mirar alrededor, reconocí la sala de las armas. Perfecto. No nos llevarían a los aposentos mientras el discurso continuaba en la entrada principal.
Editado: 27.11.2025