El Asesino de Aves

Prólogo

Diago Le’Tod emprendió una nueva vida en el páramo, donde las sombras eran el eco de un olvidado sol. Los monstruos eran reales y vivían bajo formas humanas. Y él, siendo tan joven, jamás creyó que esa expresión hablara de su nuevo yo.

Sin ningún destino, ni un objetivo. Solo deambular por las praderas gélidas, siguiendo las carreteras de tierra, confiando en que nadie estuviera detrás de su rastro.

Fue entonces que, entre las colinas adormiladas de los campos, se alzó una posada frente a él. Hacía mucho que no veía un edificio: un lugar donde quitarse las botas, soltar su mochila en el suelo y quizás beber un poco de chocolate caliente.

Saltó de alegría cuando leyó “La Posada Hipólita” al costado de la casucha y entró como pudo por la puerta principal.

No supo exactamente qué estuvo esperando. ¿Gente cantando en la barra o una amable cantinera? No era más que un recinto abandonado, con sillas solitarias y barriles arropados en telarañas.

—¡Hola! —gritó hacia las profundidades de la posada y un golpe seco respondió.

Una mujer de cabello quebradizo y madero salió debajo del mostrador. Su sombrero blanco manchado de hollín y las mejillas deshechas entre arrugas y ojeras. Sostenía una escoba y en sus ojos alertó peligro. Ella mantuvo la escoba en alto, casi como una lanza.

—¿¡Qué quieres!? —bramó la mujer y le reveló a Diago una punta afilada al final del mango.

—¡Woooo! ¡Abajo, señora! No vengo a lastimar a nadie. Vine a ver si ofrecen servi…

—¡Aquí no hay nada para nadie! ¡Largo!

Dio una rápida estocada que casi le da de lleno en el pecho. Su corazón se aceleró de inmediato, pero fue entonces cuando su estómago rugió: suplicaba por alimento.

—¡Bien! Pero, ¿no habrá algo por ahí? ¿una galleta, una tarta, una pierna de lechón?

—¡Fuera! Muchacho escuálido. ¡Fuera!

—¡Pero no tiene por qué insultarme! Ando flaco, pero no tanto.

—¡Hija! —llamaron desde el fondo.

Apareció en el umbral a la habitación un hombre con pierna de madera. Sus pisadas hacían temblar el suelo. No le dio tiempo a Diago de hablar cuando él mismo comenzó a abanicar el arma de su aparente hija.

—¡Nadie es bienvenido! ¡Nadie! ¡No te llevarás nada!

Un fuerte zarpazo seguido de un asfixiante ardor atacó su mano. Le hirieron y su sangre salpicó, y le bastaba para comenzar una retirada. No obstante, un grito ahogado lo llamó a detenerse: el hombre cayó al suelo sosteniéndose su mano.

—¡Mi mano! ¡Mi mano! —gritó el anciano en el suelo.

Vapores violentos emergían desde su mano demacrada y motas rojizas y viscosas bordearon rápidamente las gotas recién caídas.

Diago sintió las piernas heladas, petrificadas. La piel se le deshacía mientras se revolcaba, hasta pudo ver burbujas hechas de su propia carne.

Salió como pudo de allí con el corazón en la boca. No fijó rumbo y solo se dedicó a correr a través de la carretera. Su herida dejó de arder y, al vérsela de nuevo, esta se cerró sin dejar cicatriz.

—No, otra vez no. Maldita sea… —bramó entre sus dientes y sintió las lágrimas bajar por sus párpados.

Pero fue frenado de golpe por un obstáculo. Una figura se detuvo frente a él y poco a poco fue distinguiendo su aspecto: cabello largo y desalineado, seguido de una barba grisácea; llevaba una capa hecha de escamas ennegrecidas. Y sobre todo eso, aquello que le hizo brincar el estómago del pánico, fue un tatuaje de cobra en el medio de su frente grasienta.

—¿Adónde vas? —preguntó con una voz profunda, resonante hasta los huesos.

—A ningún lado.

—¿Por qué corrías? —contempló cómo el hombre inclinaba la cabeza por encima de él, en vista hacia la posada.

—Por nada, yo solo… caminaba por aquí.

Un chasquido metálico lo puso alerta de nuevo. Desde su capa de escamas emergió una descomunal navaja con dientes de sierra. Se sostenía por una cadena, amarrada alrededor de sus rugosos nudillos.

—¡No! ¡Señor! No hice nada malo —se apresuró a decir Diago. Sin pensarlo, hincó la rodilla contra la arena y el peso de su mochila lo hizo tambalearse.

—¿Y por qué corrías?

—Los señores de la posada me atacaron. Se lo juro. ¡No hice nada malo!

El silencio de aquel hombre tatuado le turbó el pecho. Alzó las manos casi por instinto. Y fue entonces que se sorprendió al distinguir una pequeña carreta a sus espaldas: llena de pescado fresco recién pescado.

—¿Hacia dónde vas?

—A la ciudad más cercana. No voy hacia ningún lugar en particular.

—¿Hace cuánto no comes?

—¿Eh? —balbuceó Diago, para luego recapacitar rápidamente—, no como desde ayer en la mañana. Mis raciones se acabaron y casi no he encontrado casas o mercados.

—Ven conmigo a mi campamento. Te invito algo de mi pescado.

Diago siguió a aquel enorme sujeto. Mantuvo una distancia precavida hasta que terminaron a los pies de una escarpada colina. Entre dos grandes rocas con glifos arcanos se erguía su propio recinto; con una hamaca, una mesa desplegable y un círculo de piedras mugrientas de carbón.

Cuando cayó la noche, rodeados por el himno de los grillos, encendieron una fogata. Diago le ayudó a su anfitrión a recoger ramas y hojas secas para que las encendiera con combustible. Descansó en el suelo suave del bosque con el olor del musgo y de la tierra húmeda, y el hombre de barba desalineada les daba vueltas a los pescados empalados para cocinarlos bien.

—¿De dónde vienes, hijo? —preguntó entre el crepitar de la hoguera. Una cortesía que lo tomó por sorpresa.

—Vengo de la capital, me fui hace unos meses de allá.

—Pero caminas sin rumbo. ¿Esperas llegar a algún lado?

—Lo más lejos posible, señor… ¿Cuál es su nombre?

—Maximilian Skycen, mucho gusto —Le extendió la mano para que él se la apretara—. ¿Y tú?

—Dante. Dante Solorzano.

—A ver, Dante, prueba.

Diago, bajo un falso nombre, recibió el pescado recién cocido y le dio un cuidadoso mordisco. Sus labios se quemaron un poco, pero el sabor fue una grata recompensa.




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