El Asesino de Aves

Capítulo II. Tortura a un Alma

No era la primera vez que Diago se sumergía dentro de un pasillo tan estrecho y oscuro. Su única guía era la luz de la salida a la superficie y avanzaba palmeando ambas paredes rugosas.

Asomó la cabeza hacia afuera para revisar sus alrededores para luego caminar hacia una estructura lejana envuelta en una tenue sombra.

Escuchaba a los soldados haciendo cambio de turno en la vigilancia y a las vagonetas de paquetería chillando contra los rieles a toda velocidad.

Ese edificio poseía una gran cúpula hecha de cristales de mosaico azul, asemejándose al cielo estelar; y en sus bordes, yacían terrazas con telescopios y se entrelazaban infinidad de tubos semitransparentes entre una ventana y otra. El edificio emitía un fuerte sonido de máquinas y metal, como si respirara con pulmones de acero.

Dentro de la gabardina bajo su almohada, vino una llave. Esta le permitió abrir el cerrojo de una pequeña escotilla cerca del suelo, la cual lo llevó a otro pasadizo. El sonido de un millar de plumas y máquinas de vapor se colaba por las ranuras sobre su cabeza.

Se topó con una puerta, la única en kilómetros de sombras y el viento frío; y la tocó cinco veces, tal como se lo especificaron.

Lo recibió una muchacha de cabello negro quebradizo, que vestía un refinado vestido negro que caía en forma de una fluida campana.

—Llegas tarde treinta minutos —le regañó con una voz impasible.

—Perdón… Me perdí un poco.

—Siéntate, no te haré esperar mucho para que puedas dormir antes de tus clases de mañana —la chica se lanzó a meter sus delgadas manos entre los cajones de un rústico escritorio.

Diago se sentó con paciencia, pese a lo cerrado de la habitación, tener compañía lo aliviaba. Le ofreció un tazón de yogurt blanco con frutas y él comió cada cucharada lo más lento que pudo.

—Ya, suficiente —a Diago le arrebató el tazón de yogurt de las manos—. Tenemos que hacer esto rápido.

—Moira —dijo el chico antes que le pusiera las manos encima—, por favor… No quiero hacer esto.

Las pupilas del color de una cereza de Moira evitaban a Diago y su dolor, y este quedó con una amarga expectativa.

—El Alto Mando espera resultados antes de los tres meses de entrenamiento intensivo —Moira se inclinó para amarrarle los brazos a Diago a los apoyadores en la silla con fuertes correas de cuero—. Si tenemos suerte, no tomaremos más de dos horas.

—Pero… ¿y si pasa otra vez?

—El Templo de los Académicos está hecho para resistir proyectiles catapultados, terremotos de magnitud cinco, incendios químicos…

—¡Moira! —gritó Diago, aunque no pudo detenerla de amarrarle las piernas a las patas de su silla— sabes bien a qué me refiero. ¡Sí! Tu templo de sabelotodo está bien bonito, pero no sé si resista algo como yo… o si yo lo podré resistir.

—Estás vivo, ¿no? —masculló ella con una frialdad algo falsa— Podemos intentarlo otra vez… después de la última vez.

—¡En serio! Solo… déjame pensarlo mejor…

—Pero aceptaste el subsidio especial del Alto Mando por tus poderes en futuras campañas, no puedes solo retractarte ahora —Moira se separó de él y se fue a una pequeña puerta al fondo del cuarto con su propia lámpara de gas en mano. La abrió y extrajo un objeto muy pesado, al cual elevó mediante un par de patas retractiles.

—Lo sé, pero… ¿me va a doler? —Diago dobló la cabeza, con la lengua entre los dientes.

—Según tengo entendido, no recordarás nada.

Diago presenció cómo Moira, incluso con su contextura grácil, gruñó como un guerrero al tirar de una cuerda en el posterior de aquel aparato. Similar a una caja, repleta de tubos y mangueras, con una ranura peculiar en el lomo y una aguja tan larga como su brazo.

La máquina comenzó a sacudirse frenéticamente y la aguja parecía calentarse al vibrar.

—¡Hey! ¡dijiste que no me iba a doler! ¿¡qué se supone que es esta mierda!? —atacó Diago cuando Moira regresó al escritorio lámpara en mano.

—Las agujas convencionales de médicos no penetran tu dura piel. Durante el frenesí, esta será la única cosa que podría cortarte.

Moira puso cerca de la luz un tubo de ensayo reluciente con un líquido casi viscoso del color de las limas. Diago tragó seco y ella introdujo el tubo de ensayo en la ranura del lomo.

Luego, regresó junto al muchacho con un tubo lleno de otro líquido: era rojo y empapaba el cristal con color cúprico.

—¿De quién es? —atacó Diago, reacio a abrir la boca. Moira no tuvo pudor al desabrocharle la camisa.

—Mía… pero, según dicen, no hay mucha diferencia de sabor entre todos los tipos. Ahora… ¿Abres la boca?

Diago cerró los ojos y abrió con lentitud los labios, y ella forcejeó para verter todo el contenido.

El sabor conquistó su garganta: salado y metálico, así como gelatinoso. La respiración se le cortó, el simple hecho de saborearla hacía que trillones de imágenes escandalosas y horripilantes atacaran su mente aun cuando cerrara los ojos.

Podía oír su propio corazón latiendo dentro de su pecho y ver su alrededor tornarse de color cúprico. El aire se le hizo picante en los pulmones.




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