Capítulo III
Los terrores de Diago
Como castigo por su intento de escapar, Diago fue asignado a trabajos forzosos después de clases. Ni siquiera pudo abogar por sí mismo durante la emisión de su sentencia.
Pasaron tres semanas desde su ingreso por las puertas de la fortaleza y no ha vuelto a soñar con traspasarlas de nuevo hacia la libertad. Su mente yacía explotada entre tantas responsabilidades.
Le gustaba pensar que logró adaptarse a los primeros desafíos: cada noche, antes de apagar las luces e irse a la cama, repasaba sus notas de sus últimas clases; y se levantaba, vestía y partía a sus clases de Calistenia cada mañana en menos tiempo.
En total, acumuló un total de ochenta y dos puntos de los mil puntos necesarios para la graduación; hubiera tenido un puntaje perfecto en su examen corto de Supervivencia en lo Salvaje si no hubiera confundido el hábitat de las Tuzas Babosas. A diferencia de Víctor, que seguía presumiendo su merecido puntaje perfecto.
Amarel Ferrison era su instructor favorito, solo por encima de Clío Hermanss de Historia y Henry Asclepian de Primeros Auxilios: sus clases en su anfiteatro eran un verdadero respiro después de Calistenia.
La caballerosidad con la que le sonreía y elogiaba en las prácticas de laboratorio contribuía a su bienestar, casi como si le pusiera una medalla de honor cada clase.
—Este intento de bomba de agua no sirve ni como chatarra —musitó Amarel al cielo cuando vio el armatoste hecho por Víctor en una evaluación práctica de quince puntos. De esa clase, Diago obtuvo catorce puntos y Víctor salió con tan solo dos puntos.
—¡Hice lo que pude! No puede quitarme tantos puntos —protestó Víctor yendo a clase de Geopolítica.
—Literalmente te pusiste a repasar el diseño en hora de Calistenia y tus notas cayeron en el foso de fango —dijo Diago—. Tuviste más de una semana para memorizarlo.
—¡Uy! Eso me recuerda, ¿me prestas tus notas?
No obstante, esas mínimas cucharadas de felicidad se deshacían en compañía de Alan Marine. Ya no solo era su instructor de Calistenia, sino también el supervisor de su indemnización. En nombre del apartado Alto Mando, le asignaría trabajos forzados tras cada jornada del curso personalmente, y cada labor era peor que la anterior.
Limpió los baños públicos, los establos de las bestias junto a la brigada de limpieza y lo ayudó a elaborar cestas de mimbres para los cadetes.
—Eres un miserable traidor, ¿no sabes lo que hacemos aquí adentro? ¿Y pensabas en escapar? —le reprochó Alan Marine mientras construían sus cestas de mimbres.
—Sí. Creí que era obvio.
—Sigue así y harás más cestas.
«¿Cuál era su problema?» era la interrogante que tanto le quitó el sueño y lo reemplazó por rabia; y para su mala suerte, el Alto Mando dejó en manos de Alan decidir cuándo saldaría su deuda con la Rebelión por un acto de traición.
—Habrás pagado tu intento de escape cuando seas un soldado de verdad.
No lo conocía del todo bien, puesto que eran largas horas sin una sola palabra que no fuera una orden o un insulto entre dientes.
El odio que Diago sentía hacia Alan, y viceversa, rozaba lo enfermizo. Cada reunión de ambos tras el almuerzo era una batalla contra sus impulsos de dejar las formalidades. Un abismo de rencor cuyo fondo se hacía más profundo.
Para el tercer viernes del curso, Diago despertó con la gabardina rasgada. Le recomendaron ir con Servicios Especiales para que se la cosieran o, en el mejor de los casos, recibir una nueva.
El Taller de las Costureras, el cuartel del grupo de empleadas más grande que Diago hubiera visto, no disponía de nadie que acudiera en su ayuda.
La administradora lo decepcionó confesándole que todas las empleadas estaban en una jornada de producción masiva y ninguna podía ser interrumpida. Ese descomunal valle de ruecas y agujas rugía al ritmo de un cerebro.
Iba a irse para tal vez regresar después, pero alguien llamó a su nombre, gritando que podía ayudarlo en un santiamén.
Diago habría esperado a cualquier desconocida, una persona ajena a su pasado. No obstante, esa muchacha pelirroja y de sonrisa chueca llegó hasta él igual que un frenético huracán. El abrazo que le dio lo levantó del suelo y le crujió los hombros con fuerza.
—¡Ay! ¡Diaguito! ¡Lagartijito! ¡Mi cielo! Estoy tan feliz de verte —la chica lo bajó y le agarró ambas mejillas para pellizcárselas.
—¡Sí! Cielos… También me da gusto verte, Rita.
Rita Marine era otro recuerdo que no esperó rememorar. La última vez que la vio fue atendiendo una nostálgica guardería improvisada en el mercado de hortalizas de su padre.
—No sabía que trabajabas en Servicios Especiales.
—¡Yo no sabía que llegaste! ¡Oye! ¿Por qué no me dijiste? —Rita pasó a pellizcarle una oreja y después alivió el dolor con un beso— ¡Se supone que nos conocemos de años atrás!
—No me reproches eso —dijo Diago y solo se le ocurrió reír al son de sus nervios—. Entonces, ¿puedes ayudarme? Pero, ¿por qué no estás trabajando en esta producción masiva?
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Editado: 01.10.2025