El Asesino De Dioses

Capítulo 1: Somos el poder de lo divino

Es verano en una pequeña villa que no pasa por su mejor momento, lo que alguna vez fueron casas de piedra, cemento y tejas, se hallan en ruinas. Los aldeanos se dirigen hacia la plaza del pueblo. Están en filas con sus rostros llenos de lágrimas; llevan libros y esculturas en bolsas, al ser obligados a tirarlos a una especie de hoguera que arde de manera desenfrenada. Las flamas devoran esas valiosas posesiones que significan tanto para los aldeanos.

Los que mantienen la fila, aquellos que tomaron la aldea, son seres que, a ojos de los aldeanos, no son otra cosa que demonios azules; blindados en gruesas armaduras de aspecto imponente.

Las corazas cubren todo el cuerpo; un exoesqueleto con blindaje que aparentemente, no da espacio para que las armas comunes sean capaces de hacerles daño. Poseedores de una resistencia inferior en las articulaciones para mayor movilidad, los cascos que cubren sus rostros, son redondos con un visor polarizado de color azul, que no deja ver los ojos. Llevan en las manos rifles de asalto y una pistola en el cinturón de la armadura. Algunas personas se resisten en tirar los objetos a la hoguera, y reciben como única respuesta el fusilamiento. Los cuerpos son echados a la hoguera la resistencia de los aldeanos en consecuencia es mermada.

Si los soldados del barón no pudieron contra estos hombres, que no eran ni la cuarta parte de los que invadieron la zona, no queda de otra para los aldeanos que dejarse someter. Este ejército armó un campamento en las afueras de la villa y obligan a los pueblerinos a tirar sus artículos religiosos, pero no exigen nada más.

No son simples bandidos, ahora ellos son la autoridad y la justicia al grado de que meterse en problemas, es sinónimo de fusilamiento o convierten a los infractores en sacrificios, para lo que según el pastor fue la última esperanza del pueblo. Pobre, no quedó nada de él, cuándo abrió la puerta, lo que fue la maldición de la gente rápidamente se convirtió en la maldición de todos.

Han pasado día desde la incursión y los aldeanos viven de manera normal, pero con el miedo de faltar a la ley; los demonios azules patrullan las calles. Divisan en la entrada del pueblo, a un extraño extranjero adentrándose a paso tranquilo al dominio.

Los soldados levantan las armas, en alerta por si se trata de algún Templario. El encapuchado los pasa de largo, cargando una maleta a sus espaldas. La mirada del forastero es firme y segura, no se molesta siquiera en hacer contacto visual con los hombres armados.

El extraño entra a una taberna, llena de mercenarios y extranjeros quienes vienen de paso por un buen trago o un poco de calor carnal, capaz de anestesiar el cansancio de recorrer los caminos. Algunos tienen implantes mecánicos, los cuales sustituyen brazos, piernas y hasta ojos.

Desde la aparición de los demonios azules, se ha permitido la entrada a los no humanos pertenecientes a grupos rebeldes, que han apoyado las incursiones de los soldados blindados, algo que sería inverosímil para los Templarios.

Jóvenes meseras atienden a los clientes, en vestidos reveladores con escotes prominentes que exponen la superficie de los exuberantes atributos, ganándose varias miradas indiscretas de de los presentes.

El encapuchado va en dirección al tabernero: un hombre de alrededor de treinta años, de cabello castaño bien peinado, quien lleva un traje elegante conformado por un chaleco gris, sobre una camisa blanca ajustada en un moño rojo; pantalones negros y zapatos a juego. Es de rostro sereno y tranquilo. Posa la mirada en el encapuchado, quien se sienta en la barra; y coloca la maleta a su lado.

—¿Qué te doy, hijo? —Lo recibe amigablemente, mientras limpia una copa de vidrio. El hombre dedica la típica sonrisa de relaciones sociales al agregar—: tenemos de la mejor cerveza del condado y si quieres una noche inolvidable... nuestras chicas te consentirán. Te costará, claro.

Agrega esbozando una sonrisa pícara, apuntando con el pulgar a las bailarinas del escenario, sin cortar el contacto visual con el posible cliente, quien se limita a dar una mirada rápida a las jóvenes, volviéndose a lo que le incumbe.

De su mano cubierta por un guantelete carmesí, acerca un papel. La sonrisa del tabernero, se borra tornándose en un rostro de desagrado, al posar los ojos en aquel volante, en el que se solicita el aniquilar al horror que asecha en la cripta.

"Una sentencia de muerte bañada en oro" es como la apoda el tabernero, al ser consciente de que todo quien ha intentado realizar ese trabajo, termina hecho pedazos por aquella monstruosidad. Ha llegado al punto en el que los mercenarios, se han vuelto el sacrificio para apaciguar a la criatura.

—Vengo por este trabajo —dice el encapuchado en voz tenue—, me han dicho que darán una recompensa de quinientas coronas doradas, ya que el ejército no quiere ensuciarse las manos en este tipo de cosas.

—Te das cuenta de que lo quieres hacer es imposible, ¿cuántos años tienes? —pregunta el tabernero, preocupado al ver parcialmente el rostro del encapuchado, quien aparenta una edad que no llega ni a los treinta.

—La edad suficiente como para pertenecer a la orden de los guardianes, amigo —presume el joven, esbozando una sonrisa ladina, viéndose seguro y desafiante ante cualquier peligro—. Vivo para la cacería de monstruos.

El tabernero suda frio, ve al joven con una expresión que mezcla el miedo y el desagrado, para luego suspirar resignado. La conversación es interrumpida, cuando tres mal vivientes se acercan a la barra con cara de pocos amigos.

—Vaya, miren los que nos trajo el viajero... creo que no escuché bien, ¿dijiste que eres un guardián de Trisary?

Exclama un fornido hombre de piel cobriza, con una altura que ronda los dos metros y medio. Sus ojos son de color amarillento, como los de un lobo; posee una sonrisa de oreja a oreja exponiendo una blanca dentadura con colmillos puntiagudos. Porta un casco de guerra con punta de flecha; su pecho es protegido con un peto resistente a los impactos de bala, y debajo de la armadura, se cubre con una camisa de piel de oso, la cual carece de mangas, exponiendo los fuertes brazos marcados con cicatrice. Dos botas de piel y unas muñequeras a juego en cada brazo, en cuyas manos sobresalen largas uñas. Lleva unos pantalones de lana ajustados por un cinturón, en el que descansa una pesada hacha de guerra capaz de penetrar armaduras, en la vaina en el lado derecho, y un revolver enfundado en el lado izquierdo.




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