El Asesino De Dioses

Capitulo 11: Horror primordial.

Alrededor de pequeñas aldeas cercanas a una fábrica en la que se trabaja con los cristales; anteriormente una tierra prospera de humanos que iban a laborar para ganarse el día a día, hoy se ha transformado en una necrópolis por los estragos de la guerra.

Una camioneta recorre los caminos de terracería, en medio de los eslabones de cerros y bosques verdosos, que poco a poco se vuelven escasos al estar adentrándose a los áridos territorios de los campos mineros, en el que se divisa los rieles de un tren.

En la batea del vehículo, reside un hombre cuya cabeza es cubierta por una bolsa blanca hecha de tela, sus manos yacen apresadas por unos grilletes de acero, y en sus pies encadenados por esposas. La vestimenta del prisionero, se compone por una gabardina de color morado de cuello alto con detalles dorados. Lleva una camisa azul con blasones a juego, ajustada por un cinturón, junto a unos pantalones negros, con botas cómodas del mismo color.

Lo que alguna vez fueron prendas finas de porte de la realeza, se han reducido a los de un rey mendigo, al ser desgarrada por los rastros de combate y cubierta de lodo; no tiene una manga, hay agujeros en los pantalones, y expone las rodillas, partes del abrigo están ennegrecidas por quemaduras, sin embargo, aquel individuo no muestra ninguna herida o muestras de dolencias.

El preso cabizbajo levanta la cabeza, ladeándola de tal manera que busca identificar donde se encuentra de forma inútil al ser su rostro tapado por la bolsa.

—¡Ya era hora que despertaras, brujo! Has estado dormido por dos horas... bueno ¿Qué puedo decir? Si alguien me pegara una paliza de muerte, creo que no quisiera volver a despertarme —exclama una voz masculina, y frívola de tono despectivo, cargada de una burla enfermiza.

El prisionero atreves de la bolsa, puede ver a su captor como una sombra, la cual se acerca entonándose el sonido aparatoso de una armadura moviéndose. Al estar cara a cara, dicho ser oscuro desata el nudo, para por fin retirar aquella mascara sucia.

Aquel al que llamaron como brujo, aparenta ser un hombre de mediana edad de piel blanca, levemente tostada. Posee un delgado rostro atractivo de rasgos masculinos bien definidos, con una barba de candado. Es de ojos color dorado y largo cabello oscuro, el cual llega hasta la nuca. Tiene una estatura de un metro noventa. Es de complexión delgada, con facciones no semejantes a alguien de los Templarios; delatándolo como un extranjero. El cuello es apresado por un grillete de contextura similar al de un diamante lapislázuli, de tal manera que no lo asfixia, pero no puede quitárselo.

—Aunque en tu caso, brujo... —Un resplandor azul arde desde el interior del visor, como una flama embravecida—. Me es muy divertido, de esa forma puedo matarte tantas veces quiera.

Expresa el carcelero en un aire sombrío, desprendiéndose un fuerte instinto asesino. El hombre de cabellos negros lo mira con imperioso desdén, en completo silencio de tal manera que expresa sin palabras que vea cuanto le importa sus amenazas.

Al no despertar nada aquella provocación, el captor sonríe galantemente bajo el casco de la gastada armadura y pega una leve palmada en la mejilla del prisionero, más para molestarlo que para lastimarlo, a la vez que descubre una de las orejas del brujo, siendo esta completamente normal.

—Sin punta... los inhumanos no pueden vivir sin un amo... la pregunta es ¿Eres un enviado del imperio o un bastardo con delirios de grandeza?

Aquel hombre acorazado alarga la distancia, y se sienta en el otro extremo de la batea con las piernas cruzadas, y los brazos apoyados en los bordes de la camioneta, y jala la cabeza hacia atrás al tomar aire.

La armadura placas es de protección completa, color oscuro con la espada santa azulada en el pecho del soldado, cuyo nombre es Clint, el caballero de la tormenta. Lleva un cinturón táctico atado a un faldón de azul marino, identificándolo con un rango superior al de los soldados rasos.

—Pensé que me quitarías la bolsa, ante la presencia de los que tiran tu correa. —El hombre de pelo negro retoma la palabra, en una voz profunda y áspera, sin perder la compostura.

—Quería que antes vieras algo... un precedente de lo que te espera a ti y al resto de tu gente, traidores —exclama Clint al apuntar hacia el frente.

A lo lejos se contempla una aldea, de la que surgen humaredas negras de fuego crepitante. Cuando la camioneta llega a las ruinas de ese recinto, el brujo es testigo de la carnicería. Las calles son decoradas por estacas de madera, en la que se hallan empalados cuerpos mutilados de personas, con las entrañas expuestas.

Los cadáveres están envueltos en redes de espinas, apretadas de tal manera que desgarran la carne amoratada; todos con las cabezas gachas y quijadas colgantes en expresiones de horror absoluto, con lágrimas secas en los ojos desorbitados, lo que delata un profundo sufrimiento antes de ser envueltos por la piadosa muerte.

Algunos cadáveres carecen de extremidades como las piernas, brazos o solo son torsos con la cabeza pegada a la madera por un grueso y largo clavo de hierro enterrado en la frente. Lo que alguna vez era una prospera aldea, fue convertida en una necrópolis de la inquisición, en la que se respira la muerte y podredumbre impregnada en el aire.

La muerte no hizo distinción de a quienes se llevaría, humanos y no humanos tiñen el suelo de rojo. Unos festines se están dando las parvadas de cuervos y los carroñeros que se comen la carne muerta de los difuntos.

De las casas aun en pie entran, y salen hombres envestidos en armaduras con gordos sacos llenos de todo lo de valor que encontraron. Grupos de mujeres de la raza de los elfos y bestias, son obligadas por hombres bien armados a subirse a la parte trasera de las camionetas, para ser tomadas a la fuerza por esos monstruos, algunas cuyas vestimentas no se muestran como parte del ejército regular de Lazarus, identificándolos como mercenarios. Otros son cruzados con armaduras negras parecidas a las de Clint, pertenecientes a la nación líder de los Templarios, los Rhodantianos.




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