Odio a los infieles. Mi repudio ha escalado al nivel de que se han convertido en mis víctimas perfectas para ser asesinadas a sangre fría.
Podría decirse que soy un “juez”, y “verdugo”, a su vez, un “justiciero”, en mis propios principios morales. Ya que por la misma razón de la infidelidad, fui un hijo no deseado en una familia numerosa que no le mostraba una migaja de afecto ni compasión.
El estómago vacío era lo único seguro que sentía a diario, cuando tenía un poco de suerte, el encerrarme a oscuras me permitía dejarme hurgar en las sobras de la basura las cuales me ayudaron a sobrevivir. El dolor se convirtió en poder hasta que perdí a mis abuelos, mis únicos cuidadores cuando mis padres se separaron por una infidelidad.
Me dejaron huérfano, inservible como basura, la traición, abandono, violencia y negligencia fueron mi única herencia al igual que una vida llena de maltrato. Lo cual jamás perdonaré.
La ausencia me enseñó a ser mi propia compañía y nunca esperar nada de nadie. Y decidí que al crecer, haría algo al respecto para salvar del abismo de la destrucción ante tal fatalidad del destino que ejerció para algunos tantos desgraciados. La traición deja huellas y yo las descubriría en toda esa “perfecta”, ciudad.
Me encanta la sensación de planear la siguiente trampa, cada carta en máquina de escribir, fotos de evidencia, amenaza que decora sus pecaminosos rostros llenos de terror por descubrir la verdad que tanto desean ocultar.
Deben asumir las consecuencias de sus actos carnales, el arrebatarles la telaraña de mentiras que han construido con semejante delicadeza e hipocresía.
Cada caso revelado es un triunfo que decoro en mi pared llena de periódico con las noticias de una tragedia más ocurrida. Para mí, es una victoria.
Me encanta apreciar a lo lejos a los que cometen adulterio, mientras fumo un cigarrillo como si fuera una función privada de un montón de bufones. Todos son parte de un circo, un acto de fenómenos y ni siquiera lo saben hasta que son los elegidos.
Los días son grises, el clima cada vez se hace más frío ya que termina el otoño y está por llegar el invierno, la temporada perfecta para sentir el ardor de la furia, el miedo y las emociones de más baja vibración que un infiel puede desencadenar en su “venganza”.
Me encantan los retos, acechar a las presas que lucen más frágiles, esas son las peores. La máscara que sostienen es tan pesada que una simple y poderosa verdad, destruye todo lo que mantuvieron en secreto durante décadas.
O es más, toda su vida es una completa mentira. Un fracaso, que se echa a perder cuando llego yo.
Mi nuevo caso para sacar a la luz es un pez gordo: La familia Velmourn.
Poderosa, linaje de políticos corruptos, privilegiada de clase alta, una clásica y acomodada familia aparentemente “feliz y perfecta”. Es repugnante.
El señor Velmourn es mi última ficha en todo este alboroto, porque a pesar de ser un viejo en sus sesentas, regordete, calvo, de traje y con litros de perfume carísimo encima, evidentemente casado, tiene un enorme punto débil que no es solo su consentida, superficial, llena de cirugías y vulnerable hija, llamada Lyvra.
La cual respeta tanto a su “papi”, que besa su mano y ensucia su ropa de diseñador con la esencia de ese hombre, como si fuera un santo, que sí, la iglesia tiene que ver en todo esto, porque ahí es donde conoció a su mayor y más grande debilidad, por no decir, “error”: Isyra Wanory.
Una joven supuesta devota que acudía a la iglesia en donde lavaba su sucio dinero con el cual obtuvo una doble vida al tener una de tantas mujeres, aunque ella en específico, fue quien le dio dos hijas bastardas que no tienen idea de quién es en realidad su progenitor, lo único es que supuestamente “las abandonó”. Bastante original y conveniente, sí claro.
Prosiguió con su fugaz y fatal audacia a pesar de que a ella, él le doblaba la edad y sabía cómo sacarle provecho a su belleza y juventud. Sus genes eran más fuertes que sus neuronas a largo plazo, con ese cuerpo de modelo, largo cabello castaño oscuro, ojos color miel en esa tersa piel y rasgos de muñeca de porcelana.
Las Wanory viven modestamente, en uno de los vecindarios más pobres de la ciudad, acuden a escuelas públicas, con becas y ayudas del gobierno, sin saber que su padre está detrás de todo esto. Aunque al principio su madre era “bendecida”, con los lujos que pudo conseguir, con el tiempo, se convirtieron en migajas y peor, ella se conformó con ello.
Ilyssandra y Oryss Wanory, dos bellas jóvenes que salieron a su madre con pequeñas variaciones y estilos diferentes. Son sobresalientes estudiantes universitarias que no esperan ser el producto de un podrido adulterio de hace dos décadas atrás. Se parten el lomo en trabajos con el salario mínimo para tener pan sobre la mesa cuando su querida madre, trabaja haciendo la limpieza en esa pulcra mansión de los señores Velmourn.
¿Qué ironía, no? Tan cerca y lejos de la verdad. Vivir engañadas, ocultas, en la miseria y encima, en las sombras. Ese debería ser un crimen.
Ambas partes, evidentemente, son responsables de tal atrocidad y esa mediocre vida que tienen, aunque supongo que la excitación de lo prohibido y el suspenso, es suficiente para arruinarle la vida a más de una persona inocente.