La oscuridad en el pasillo del ala administrativa era diferente a la de su habitación. Era una oscuridad espesa, cargada de polvo y silencio, como si esta parte del asilo hubiera sido tragada por el tiempo. Cada sonido que producía Alistair Vance – el leve crujir del suelo bajo sus pies, el frufrú de su chaqueta – resonaba como una profanación. El aire olía a papel mohoso, tinta desvaída y una nota metálica y dulce que comenzaba a asociar con el propio San Dismas.
Su decisión de investigar los archivos no nació solo de una curiosidad intelectual, sino de una necesidad visceral de reafirmar su cordura. La alucinación de las alas negras y los susurros proféticos de los pacientes habían creado una grieta en su mundo racional. Necesitaba datos concretos, registros tangibles que pudieran explicar – o mejor, diagnosticar – la locura que parecía impregnar las paredes.
La puerta del archivo muerto del Dr. Magnus no estaba cerrada con llave. Eso, por sí solo, le pareció un presagio siniestro. Empujó la pesada puerta de roble, que crujió en una muda protesta, revelando una escena de abandono organizado. Estanterías de madera oscura, curvadas bajo el peso de décadas de locura catalogada, se alineaban como lápidas en un cementerio de secretos. Montones de carpetas y libros de tapa dura se acumulaban en todas las superficies posibles, cubiertos por un manto de polvo que brillaba pálidamente bajo la tenue luz de su linterna.
El lugar era gélido. Un frío que penetraba los huesos, diferente del frío administrativo del resto del asilo. Era un frío antiguo, húmedo, que parecía emanar de las propias páginas.
Comenzó su búsqueda metódica, sus dedos enguantados dejando marcas en el polvo secular. Los registros iniciales eran burocráticos: inventarios de suministros, informes de rutina. Pero a medida que se adentraba en el tiempo, retrocediendo a las décadas iniciales de San Dismas, el lenguaje comenzaba a cambiar. La caligrafía, antes clara y cursiva, se volvía angulosa, casi frenética. Los términos clínicos como "catatonia" y "esquizofrenia" eran gradualmente reemplazados por otros.
"Entidad parásita", leyó en voz baja, las palabras saliendo como un suspiro de incredulidad. La carpeta era antigua, la etiqueta descolorida indicaba "Teorías Etiopatogénicas - Confidencial". La tomó y la abrió sobre una mesa cercana. La linterna tembló en su mano.
Los documentos no describían enfermedades, sino huéspedes. Formas de energía consciente, o quizá de una materia anterior a nuestro entendimiento, que se alimentaban de estados emocionales extremos, particularmente de la desesperación, el miedo y la agonía humana. San Dismas, según los escritos, no fue construido para curar, sino para contener. Era una prisión de mampostería y acero, diseñada bajo principios "geománticos" para aprisionar estas entidades que poseían los cuerpos de los pacientes, usándolos como vehículos para su banquete.
"Dios mío", susurró Alistair al polvo. Su mente, entrenada en la ciencia material, se rebeló. Era una locura. Una locura colectiva y meticulosamente documentada. Pero entonces, recordó al hombre que susurraba sobre el "Ángel de la Muerte", a la mujer y sus símbolos, a la absoluta falta de emoción de las enfermeras. Y, más vívidamente, la visión de las alas retorcidas. ¿Serían ellas... una de esas entidades?
Fue entonces cuando un nombre comenzó a repetirse, saltando de las páginas como un grito silencioso: Lilith.
En un informe de transferencia, aparecía listada como una paciente con "trastorno de identidad disociativo con características xenoformes". En una anotación al margen, garabateada con tinta roja, decía: "Lilith no está poseída. Ella es la poseedora. Trascendió la carne huésped." Y, finalmente, en una hoja suelta que parecía arrancada de un diario personal, las palabras finales: "Lilith desapareció. No huyó. Trascendió. Ella es el patrón, el modelo. Ahora, ella observa."
El corazón de Alistair latía con fuerza contra sus costillas. La locura tenía una lógica interna, una estructura aterradora. Necesitaba más. Su linterna recorrió las estanterías y se posó en un volumen solitario y prominente en un estante alto. Un diario de cubierta de cuero envejecido, sin etiqueta, asegurado con una hebilla de metal.
Lo bajó. La cubierta era áspera y fría al tacto. Al abrirlo, una oleada de olor a moho y algo amoniacal le golpeó las fosas nasales. Las páginas estaban llenas con la misma caligrafía angulosa y febril, repleta de diagramas de círculos concéntricos que recordaban a los dibujos de la mujer anciana, y bocetos de figuras humanoides con miembros alargados y bocas abiertas en gritos silenciosos.
Comenzó a leer, conteniendo la respiración.
"... la esencia del parásito no puede ser destruida, solo transferida o disipada en un huésped lo suficientemente fuerte. El Caso 7, la entidad que llamamos 'el Ángel', es la clave. Su energía es pura, un antídoto para la corrupción, pero también un catalizador para el Juicio..."
Un sonido.
Alistair se quedó helado. No era el crujido habitual del viejo edificio. Eran pasos. Claros, metódicos, que venían del pasillo. Se acercaban al archivo. ¿La linterna de alguien? ¿El Dr. Magnus?
El pánico, agudo y gélido, atravesó su determinación. No podían pillarlo aquí. No aquí, no después de lo que había leído. Sus ojos buscaron desesperadamente una salida, una ruta de escape. No había. La única puerta era la de entrada.
Entonces, la vio. Al fondo de la sala, detrás de una estantería particularmente alta, una sombra más oscura se perfilaba en la pared. Una puerta baja, casi invisible, hecha del mismo material que las paredes. Se movió rápido, como un animal acorralado. La puerta no tenía pomo, solo una cerradura antigua, pero cedió con un fuerte empujón, revelando una oscuridad aún más profunda.
Se metió en el espacio, cerrando la puerta tras de sí, sumergiéndose en la oscuridad absoluta. El aire dentro era irrespirable, pesado y viejo. Permaneció inmóvil, escuchando. Los pasos entraron en el archivo. Se detuvieron. Podía oír la respiración lenta y controlada de la persona al otro lado de la puerta. Una varilla de metal, o quizás una llave, cayó al suelo con un tintineo metálico que hizo estremecer a Alistair.
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Editado: 10.10.2025