'el Asilo De Los Espejos Oscuros'

La Sentencia del Nuevo Amanecer

El primer paso de Alyser fuera de la celda no fue un paso, sino una transición. La burbuja de luz plateada se disolvía suavemente a su paso, reintegrando el espacio a la pesadilla arquitectónica en la que Saint Dismas se había convertido. El aire, antes cargado de gritos y sonidos de destrucción, ahora llegaba a sus sentidos amplificados como una sinfonía de almas. Cada gemido no era sólo un sonido, sino una confesión; cada risa estridente, una acusación; cada susurro, una oración desesperada.

Caminaba con una calma sobrenatural. Sus pies no tocaban el suelo cubierto de sangre y escombros, sino que se cernían a centímetros de él, como si el propio mundo se negara a contaminar a aquel nuevo ser. Sus alas, un tapiz vivo de luz y sombra, se movían lentamente, barriendo el aire y dejando tras de sí un rastro de quietud temporal. La luz de la "luna de leche" había sido reemplazada por el resplandor cegador de pequeños incendios y la fosforescencia enfermiza de energías corruptas, pero donde Alyser pasaba, una luz nueva y clara, plateada y profunda, lo bañaba todo.

Su juicio comenzó en silencio.

Uno de los pacientes – el hombre que antes se mordía las uñas hasta sangrar, susurrando sobre el Ángel de la Muerte – se arrastró hacia él, sus ojos completamente negros, su boca distorsionada en un gruñido. La entidad parásita dentro de él sintió el poder divino y reaccionó con agresión pura.

Alyser no alzó un brazo. No pronunció una palabra. Simplemente miró.

Bajo su mirada plateada, la forma del hombre pareció desdibujarse. Alistair, en su nueva conciencia amalgamada, vio. Vio la historia del hombre, su fragilidad inicial, cómo la oscuridad había encontrado grietas en su mente y, con la ayuda de los "tratamientos" de Magnus, se había enraizado hasta que no quedó casi nada del original. Pero "casi nada" no era "nada". Había un fragmento, un único y último momento de pureza: el recuerdo de sostener a su hija recién nacida, décadas atrás.

Alyser extendió la mano, no para tocar al hombre, sino para tocar ese fragmento.

El cuerpo del paciente se convulsionó. La forma negra y retorcida del demonio que lo poseía se desprendió de él con un grito silencioso de agonía, sus formas desvaneciéndose en un humo pútrido que se disipó en el aire. El hombre, ahora libre, cayó de rodillas, jadeante. Por un momento, sus ojos recuperaron el color, y miró a Alyser con una mezcla de terror y un alivio indescriptible. Entonces, su cuerpo, exhausto y quebrado más allá de toda reparación física, se desplomó. Pero su alma, aquel pequeño fragmento purificado, se elevó como un suspiro de paz antes de desvanecerse. No fue aniquilación. Fue liberación.

Ése era el nuevo patrón.

Encontró a una enfermera, una de los autómatas de carne y acero. Su rostro era una máscara vacía, sus movimientos, mecánicos. Alyser tocó su frente. La luz plateada fluyó, y vio un alma que había vendido su compasión por poder hacía mucho tiempo, volviéndose voluntariamente un capataz en el infierno. No había chispa que salvar, sólo la fría geometría de una elección corrupta. La enfermera no gritó. Simplemente se deshizo, partícula por partícula, en un silencio absoluto, su existencia disipada como humo en el viento.

Caminó por el ala de los gritos. Donde pasaba, el caos se aquietaba. Demonios menores, gusanos conscientes de pura desesperación, eran desterrados con un pensamiento, sus esencias destrozadas por la luz absoluta que ahora no toleraba impurezas. Las almas humanas irremediablemente corrompidas – aquellas que, como la enfermera, habían abrazado la oscuridad, o que habían sido retorcidas hasta convertirse en algo monstruoso e irreconocible – eran tocadas por su ala de sombra. No sentían dolor. Sentían una paz final, un cese de toda lucha, antes de disiparse en un último y plácido suspiro, reintegradas al tejido cósmico de forma impersonal.

Pero había otros. La anciana que dibujaba símbolos. Cuando Alyser se acercó, dejó de canturrear y lo miró, sus ojos viejos llenos de un miedo ancestral. Él tocó su hombro. La luz plateada exploró su mente, un paisaje devastado por la locura, pero donde, escondida en el centro, había una pequeña llama de lucidez que usaba para intentar comprender los horrores que veía. La locura era su prisión, no su naturaleza.

Alyser susurró, su voz la fusión del trueno celestial y la calma humana. "Eres libre."

Las cadenas de la locura que ataban su mente se disolvieron. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas claras, por primera vez en años. No fue curada mágicamente – las cicatrices permanecerían –, pero la posesión y el tormento constante terminaron. Estaba cuerda, y terriblemente consciente de todo lo que había sucedido. Alyser la guió a una habitación vacía y segura, un acto de bondad práctica que sólo la humanidad de Alistair podría concebir.

Entonces, la encontró a ella.

Lilith estaba en lo que fuera el vestíbulo principal. El cuerpo de Magnus yacía a sus pies, y ella estaba envuelta en un torbellino de energía carmesí, alimentándose del caos y la muerte a su alrededor. Su forma demoníaca era más poderosa que nunca, sus garras más largas, sus cuernos más pronunciados, su aura de poder absoluta.

"El pequeño psiquiatra", escupió, su voz un coro de venganza. "Te vestiste de luz, pero aún hueles a carne débil. ¡Tú y el ángel resquebrajado dentro de ti son una abominación!"

Se lanzó contra él, un huracán de furia infernal. Garras que podían rasgar el acero y fuego que podía quemar almas golpearon a Alyser.

Él no se movió.

El ataque simplemente... se detuvo. Las garras encontraron una barrera de luz plateada y se deshicieron. El fuego se disipó como humo contra el cristal.

Lilith retrocedió, sus ojos de brasa mostrando por primera vez un vislumbre de duda. "¿Qué eres?"

"Yo soy el juicio", resonó la voz de Alyser, no sólo en el vestíbulo, sino dentro de la misma esencia de Lilith. "Pero no el juicio que esperas."




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