El espacio me ha consumido, pero no ha acabado conmigo. Aún no.
Desperté antes del cronómetro.
No por ansiedad, sino porque en algún rincón de mí, algo había entendido que aquel día sería diferente. La nave no hizo ningún sonido nuevo. Todo estaba igual de muerto, igual de sucio, igual de gastado. Y, sin embargo, me senté en el asiento de comando con una especie de ceremonia involuntaria. Como si aquella maniobra no solo fuese un acto técnico, sino un último intento de escribir mi nombre en algo más que el vacío. Una última oportunidad para salir de aquí. O morir intentándolo.
Los cálculos eran primitivos, hechos a mano, dibujados sobre el plástico descolorido de la consola con un marcador que apenas sobrevivía. Ni siquiera estaba seguro de que la física funcionara igual en esta parte del cosmos. Tal vez la gravedad se burlaría de mí. Tal vez el planeta no existía. Tal vez la señal era un eco de alguna nave fantasma.
Pero iba a ir.
Encendí los sistemas auxiliares. El zumbido de los motores me pareció... diferente. Tal vez era mi mente, buscando milagros donde solo había casualidades. Liberé los frenos orbitales, alineé la trayectoria y contuve la respiración. Nunca he sido religioso, pero murmuré algo parecido a una oración. No a Dios. No a mi familia. Me la dije a mí mismo. Como un pacto.
Impulsé la nave. El motor rugió. La nave tembló. Todo dentro de mí se contrajo. Las luces parpadearon como luciérnagas moribundas. La estructura gimió.
Luego de unos segundos que parecieron eternos, vi por primera vez el planeta.
No era hermoso. Ni siquiera se le acercaba a esa definición. Pero era un haz de esperanza para mí, y eso era suficiente.
Una esfera cubierta de polvo rojo y amarillo, girando lentamente como una herida abierta. No brillaba. No emitía señales de vida. Ningún anillo. Ninguna luna. Solo una mancha de cicatrices en un rincón olvidado del universo.
La gravedad comenzó a tirar de mí como un animal hambriento. La atmósfera era densa, corrosiva. No hubo entrada limpia. El escudo térmico comenzó a derretirse en los bordes, y dentro, la nave ardía mientras las alarmas vociferaban constantemente, presagiando mi trágico final. El calor se tornó insoportable. Vi fragmentos desprenderse. Vi cómo las paredes internas exudaban vapor. El descenso no fue una maniobra. Fue una caída. Una súplica sin respuesta.
Perdí el conocimiento segundos antes del impacto. Desperté en silencio.
La nave había dejado de quejarse. Había algo sepulcral en la quietud que me rodeaba. Un silencio más antiguo que cualquier cosa que hubiera experimentado. Lo primero que hice fue vomitar. El cuerpo no está hecho para sobrevivir a tantas cosas al mismo tiempo. La sangre me sabía a metal. Me dolían los huesos. Sentí que alguien había aplastado mis órganos con puños invisibles. Pero seguía vivo.
No sé cuánto tiempo pasó antes de abrir la compuerta, ni siquiera sabía si el aire afuera era respirable o no. Sin embargo, el humo dentro de la nave amenazaba con hacer colapsar mis pulmones, por lo que me ví obligado a salir. No tenía opción.
La nave estaba destrozada. El sistema de soporte apenas funcionaba, y el módulo de energía principal había colapsado. Solo tenía dos cápsulas de oxígeno completas. El resto estaba comprometido.
Antes de salir, tomé la foto que tenía de mi familia. La arranqué de su lugar y la guardé dentro de uno de los bolsillos de mi traje, llevándola contra mi pecho. Necesitaba llevar algo conmigo. Algo que me recordase de dónde vengo, y a dónde ansío volver.
La compuerta se abrió y salté hacia el exterior. El suelo crujió bajo mis botas al descender. Todo era tierra, polvo y ceniza.
Para mí suerte, la atmósfera era respirable, pero densa. El aire tenía un olor extraño, como si alguien lo hubiera usado demasiadas veces. Todo estaba cubierto por una especie de neblina color ocre que no terminaba de asentarse ni de levantarse. Era como caminar dentro de un sueño oxidado.
No había viento. No había sol visible. Y sin embargo, no era de noche.
Vi la nave desde fuera. Un cuerpo roto. El ala derecha estaba enterrada bajo una duna pétrea, y la antena se había partido como una rama. Ese era el fin de mi compañera de viajes que me mantuvo a salvó todo este tiempo, o mejor dicho, que me mantuvo cautivo.
Observé a mi alrededor. Estudiándolo, analizándolo, intentando encontrar algo más que polvo y arena. Entonces, en ese momento, logré verla.
Muy a lo lejos, en el horizonte, logré vislumbrar una estructura. Una ciudad. O lo que quedaba de ella.
Al principio no podía creerlo. Pensé que era una alucinación. Que el impacto me había dejado trastocado, soñando con espejismos. Pero allí estaba. Torres derruidas, arcos rotos, formas angulosas cubiertas por una capa de arena rojiza. Algunas edificaciones aún se mantenían en pie, desafiando la lógica. Otras parecían haber sido quemadas por un fuego sin origen.
Avancé. Cada paso era como una decisión irreversible. Cada ruido que hacía era devorado por la atmósfera. No había ecos. Era como si el planeta se tragara mis sonidos antes de que pudieran resonar y perderse en la lejanía.
Al llegar, mi respiración se contuvo de manera inmediata, lo que ví me desconcertó a tal magnitud, que me tomó varios minutos volver en mí. Habían cadáveres. Por aquí y por allá. Por todos lados. Simples sombras de lo que alguna vez fueron cuerpos. Sin embargo, estos no eran humanos. Tenían formas esqueléticas, con extremidades largas y torsos huecos, columnas encorvadas, y mandíbulas anchas repletas de dientes filosos. Todos estaban parcialmente fusionados con la arquitectura. Como si no hubieran muerto, sino... cedido. Cómo si se hubiesen rendido a la estructura misma. A la ciudad.
No había ninguna señal de vida. Pero todo me observaba.
Llegué a una especie de plaza central, y allí me detuve. No por cansancio. Por miedo.
Había símbolos tallados en piedra negra. Algunos aún brillaban débilmente. No los entendía, pero los sentía. Me hacían pensar cosas. Cosas que no quería pensar. Pensamientos que no venían de mí.