El Astronauta

Capítulo 3: La Bestia en la Noche

No sé cuántas noches pasaron desde que vi las huellas.

Si es que existen noches en este lugar.

Me aferro al concepto del tiempo como un animal moribundo que aún intenta respirar. Hago marcas en el metal interior de la nave, una por cada vez que duermo, aunque no estoy seguro de que dormir aquí signifique lo mismo que en la Tierra. A veces cierro los ojos y las horas pasan. A veces los mantengo abiertos, y los sueños igual se cuelan como insectos por las grietas del casco.

He dejado de comer con regularidad. El hambre viene en oleadas, como una marea que no obedece a ninguna luna. Reviso las raciones, calculo mentalmente lo que me queda. El número no importa. Hace tiempo que aprendí que no hay cifras capaces de devolverme al mundo.

Poco a poco mi estado se deteriora. A menudo mis manos tiemblan. A veces olvido palabras. Ayer no recordaba cómo se abría la escotilla principal de la nave y tuve que quedarme encerrado durante horas, esperando a que mi memoria regresara como un perro arrepentido.

Hoy salí de la nave. No porque quisiese, sino por compulsión. Porque la nave ya no se siente segura.

Porque a veces, cuando duermo, escucho pasos que se arrastran en la oscuridad. Pasos que provienen desde el interior de la nave. Pasos que saben mi nombre.

Caminé con la linterna encendida, aunque su luz no penetra más allá de unos pocos metros. El polvo espeso refleja cada partícula, como si el aire estuviera hecho de cenizas vivas. El casco me oprime. El sudor me arde en los ojos.

Regresé a la plaza central. El altar seguía allí. El trono. Los artefactos muertos. Pero algo era distinto. Una grieta cruzaba ahora el suelo, como si el planeta se hubiera agrietado desde adentro. Me arrodillé junto a ella. Acerqué la mano a la grieta y sentí un vapor ascender desde sus fauces. Un calor antinatural. Orgánico. Como si tocara la garganta de algo que respira debajo de mis pies.

Entonces lo escuché. Un sonido. Húmedo. Bajo. Casi tímido. Como un animal rascando desde el otro lado de la pared.

Me puse de pie y retrocedí. El polvo vibró a mi alrededor. El aire cambió. Supe, sin necesidad de pruebas, que ya no estaba solo. Y finalmente pude verlo.

Al principio fue solo una sombra, un poco más densa que el resto de sombras que cubren este lugar. Una mancha negra entre las ruinas. Una forma humanoide, encorvada, caminando con torpeza. Sus extremidades eran largas, demasiado largas, como si hubieran sido estiradas por la gravedad. Su espalda curvada formaba un arco tenso, y en su rostro —que apenas se vislumbraba entre el polvo— había un par de ojos negros y profundos.

No sabía cuánto tiempo llevaba observándome. Quizás desde el instante en que pisé este planeta. Quizás desde antes. Allí estaba, de pie entre los restos de un arco roto, encorvada, inmóvil, apenas un contorno desgarrado contra el polvo suspendido.

Su silueta temblaba con el calor del aire, como un espejismo hecho de hambre y ruina. La criatura no emitía sonido alguno. No gruñía. No chillaba. Simplemente... existía. Un fragmento del horror hecho carne.

Dio un paso hacia mí. El suelo crujió bajo su peso anormal.

Vi sus ojos —negros, hundidos, vastos como el abismo— clavados en los míos.

Vi los jirones de lo que alguna vez fue un traje espacial adheridos a su torso agrietado. Vi sus garras temblando como hojas antiguas en manos que olvidaron cómo ser humanas.

Sentí pánico. No el de morir. El de comprender. Porque, aunque esa cosa no hablaba, ni respiraba como yo, ni caminaba como yo... Había algo en ella que me resultaba extrañamente familiar.

Retrocedí hasta golpearme con una columna caída. Tropecé y caí sobre una pila de restos metálicos. No recuerdo qué parte de mí pensó en defenderse, pero mis manos se aferraron rápidamente a una barra de acero oxidada, la cual terminaba en una punta de lanza. Me puse de pie tambaleándome con el arma en mano.

La criatura seguía acercándose. Cada paso suyo arrancaba un crujido del suelo. No porque pesara demasiado, sino porque el mundo parecía romperse donde pisaba. Como si rechazara su presencia.

La lanza improvisada temblaba en mis manos sudorosas. No era un arma. Era un deseo desesperado de no morir solo.

El terror me golpeó como un viento caliente. Sentí la sangre abandonar mis extremidades. Y, sin embargo, mi cuerpo se negó a rendirse.

Grité. Pero no una palabra. Un alarido seco, salvaje, un intento de empujar el miedo hacia afuera de mi.

Y entonces corrí hacia ella. No lo pensé. No hubo estrategia. Solo desesperación.

La barra de metal al frente, temblando, vibrando como un faro débil.

La bestia no retrocedió. Se irguió.

El choque fue brutal. Hundí la lanza improvisada en su costado. Sentí la resistencia de su piel dura, casi pétrea. El metal chirrió al penetrarla, mientras un líquido espeso y oscuro brotó de la herida. No era sangre. Era algo más denso. Algo que olía a óxido y ruina.

La criatura aulló con un grito desgarrador. Un grito casi animal.

Me golpeó. Un manotazo brutal, desesperado. El impacto me lanzó al suelo. Sentí algo crujir entre mis costillas. El mundo giró a mi alrededor. El polvo se coló en mi boca, en mis ojos.

Me puse en pie tambaleándome, mientras un hilo de sangre recorría la comisura de mi boca.

Ella también sangraba. Se arrastraba hacia mí. Cada paso suyo dejaba huellas sangrientas en el suelo agrietado.

Me lancé otra vez hacia ella. Instinto puro. Miedo vuelto convicción.

La barra de metal cortó el aire. La criatura esquivó a medias, pero el golpe le abrió una brecha en la mejilla, desparramando esa sangre negra que parecía querer devorar al propio suelo.

Me embistió. Rodamos por el polvo. Garras arañando. Puños golpeando. La lanza cayó de mis manos. Perdí la noción del arriba y el abajo.

Solo éramos dos trozos de furia y desesperación luchando por sobrevivir.

Me incorporé a duras penas, escupiendo sangre y arena. La criatura rugió y se abalanzó una última vez.




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