El Astronauta

Capítulo 4: Locura y Soledad

He dejado de contar los días.

Al principio marcaba las paredes con líneas, con una regularidad absurda que me mantenía creyendo en el tiempo. Ahora, las líneas están borradas, algunas cubiertas por hongos secos o erosionadas por la humedad salobre que exhala el suelo durante las noches. Ya no tengo relojes, y aunque los tuviese, no significarían nada en este lugar.

Puedo sentir los pulsos solitarios de la caverna. Los del altar. Los del aire. Los de mi pecho.

Mis costillas sobresalen. Los brazos son más hueso que músculo. Mis dedos alargados terminan en garras negras y curvas. El rostro lo siento distinto. La mandíbula me pesa, los dientes crujen solos a veces, como si intentaran afilarse por instinto. El cabello... creo que ya no hay. Me toco el cráneo a menudo, y en lugar de cuero, siento placas duras, irregulares, como corteza.

Estoy vivo. Eso aún lo sé. Pero ya no sé a quién le pertenece esta vida, si a mí, o a algo más.

El refugio sigue dándome sustento, no se ha apagado. El cuenco se llena. El altar vibra. La cúpula sobre mí mantiene su fisura, por donde se filtra una luz anaranjada perpetua, que ya no me recuerda a ningún sol. A veces escucho caer una especie de lluvia seca, como ceniza golpeando el metal. Pero no hay nubes. Solo ese cielo inmóvil, ese firmamento crepuscular que parece más un domo que una atmósfera.

Salgo cada día. O creo que cada día. Recolecto lo que crece en las ruinas. Hongos negruzcos que brotan de las grietas. Pequeños insectos de exoesqueleto cristalino que crujen al pisarlos. Los como. Me nutren. Me mantienen en pie. A veces cazaba, pero ya no lo necesito tanto. Hay criaturas aquí, escurridizas, silenciosas, que me observan desde las alturas, pero no se acercan. Me temen. O peor aún... saben quién soy.

Una vez maté a una de ellas. Una de esas que se deslizan por las columnas y desaparecen tras los muros. La despedacé con una piedra cuando intentó robar comida del altar. No lo pensé. Fue mero instinto. Cuando me di cuenta, tenía su cuerpo abierto entre mis manos y el rostro bañado en su sangre ácida, que no me dañó. Solo me ardió un poco.

Yo reí. Una risa seca, sin aire. Una risa que me dio miedo. Una risa completamente ajena a mí.

He cultivado un rincón en las ruinas, cerca de un pozo donde se condensa agua durante las noches. Allí hay una especie de musgo púrpura que crece con rapidez. Lo arranco, lo seco con el calor del exterior, lo mastico como si fuera pan. No tiene sabor. Pero calma mi hambre. Calma mi ansiedad.

Mis manos ya no tiemblan, solo se agrietan.

Me sorprende la facilidad con la que el cuerpo se adapta. Cómo se curva ante el entorno. Cómo olvida lo que no necesita. Ya no sudo igual. Ya no duermo igual. Me recuesto en las rocas, sobre un lecho de harapos del traje espacial, y entro en un estado que no sé si estoy dormido, si estoy muerto parcialmente, o si simplemente dejo de existir durante breves períodos de tiempo.

Y en esos momentos, veo cosas.

Imágenes, fragmentos de recuerdos. O lo que parecen ser recuerdos. A veces veo mi nave ardiendo en la atmósfera, cayendo en espiral, una y otra vez. Otras veces veo a otro astronauta, de pie en la distancia, con el visor empañado y la mano extendida hacia mí. Siempre está lejos. Siempre está congelado. Como si fuera parte del decorado.

A veces me veo a mí mismo. Pero no en el presente. Ni en el pasado. Me veo en otro cuerpo. Una figura más alta, más huesuda, más... animal. Que camina con dificultad. Huele el aire. Ve con las manos. Y cuando duerme, sueña con la Tierra. Sueña con el mar. Con el sol. Con la arena. Con el olor del césped recién cortado. Con el olor del café recién hecho. Con el olor del rocío mañanero. Sueña con su casa. Con su esposa. Con su hija. Y cuando despierta, no sabe si lo soñó... no sabe si fue real o simplemente un producto de su imaginación.

Hay palabras que ya no recuerdo. Se deshacen en mi boca como papel mojado, y cuando intento pronunciarlas, suenan falsas. Como si no me pertenecieran. A veces empiezo a hablar en voz alta y me detengo a mitad de la frase, porque la segunda mitad... se ha ido. Se escurre entre mis pensamientos como agua entre las piedras.

Me esfuerzo en tratar de mantenerlas. Pero son escurridizas. Se ocultan detrás de los sonidos del planeta, detrás de los crujidos de las ruinas, detrás de mi respiración. Algunas veces las veo escritas
en las paredes —o creo verlas—. Frases completas, hechas con mi letra. O con una letra que parece la mía, pero torcida, más ansiosa, deforme. Palabras que ya no significan nada, pero que siento que alguna vez fueron importantes.

Intento leerlas en voz alta. Y a veces lo consigo. Pero otras, la garganta no responde. Como si la lengua no quisiera colaborar con la memoria. Como si el cuerpo ya no la reconociera como parte de mí.

He dejado de hablar en voz alta. No por voluntad, sino por desgaste. El idioma se oxida como el metal. Se parte en sílabas inútiles. Y lo que queda son simples sonidos.

Gruñidos. Respiraciones. Golpes sordos contra las paredes cuando algo me desespera. He aprendido a comunicarme con mi entorno sin palabras. Con gestos, con costumbres, con rituales absurdos que nadie me enseñó pero que se sienten necesarios.

Por ejemplo, cada vez que termino de comer, dejo las manos sobre la piedra del altar y permanezco en silencio, exactamente siete respiraciones. Ninguna más. Ninguna menos. Si lo olvido, siento que algo no está completo. Que he roto una regla tácita. Que estoy siendo observado. Y cuando eso pasa, el suelo tiembla de una manera apenas perceptible, pero lo hace, y un escalofrío recorre mi espina dorsal.

Nadie me lo dijo. Pero sé que es así.

Otra costumbre. Cada vez que recojo alimento del exterior, no como nada hasta que dejo una parte sobre una losa agrietada cerca del túnel más profundo. Como una ofrenda. No sé a quién. No quiero saberlo. Pero si no lo hago, no duermo bien. Escucho algo que se arrastra por la piedra, golpes lejanos. Como si alguien —o algo— se arrastrara buscando lo que no dejé.




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