El Astronauta

Capítulo 7: El Viajero de las Estrellas

Un día, el cielo gritó. No con voz. No con truenos. Sino con luz.

Un destello incandescente desgarró la quietud rojiza del firmamento como un cuchillo encendido abriéndose paso en la carne del crepúsculo. Fue un grito sin sonido, una herida luminosa que dividió la bóveda crepuscular. La atmósfera se estremeció con un crujido sordo. El suelo tembló. El polvo ancestral se alzó en remolinos espectrales, y los insectos escondidos bajo las rocas se congelaron en un silencio sepulcral, como si el tiempo se hubiese detenido de manera repentina.

Me detuve en seco. Mis pies, hundidos hasta los tobillos en la tierra reseca y caliente, parecían clavados como raíces deformes al manto terrestre. La mandíbula estaba rígida. La espalda, arqueada por la tensión. La mirada, fija en la bóveda azafranada que cubría este mundo.

El cuerpo lo supo antes que la mente. Algo había llegado. No un depredador. No una presa. Algo más. Algo que yo fui alguna vez.

Levanté el rostro hacia ese cielo sucio, lleno de hollín cósmico y pesadumbre, un firmamento que se extendía como un manto quemado sobre el planeta. Y allí, en medio del fuego, lo vi descender.

Una cápsula. Una nave. Un proyectil de esperanza o de muerte. El fuego la rodeaba como un manto incandescente durante su descenso al planeta.

Mis ojos —oscuros y vacíos— reflejaron su descenso como espejos rotos. No parpadeé. No respiré. Solo sentí una presión en el pecho, como si un órgano olvidado comenzara a latir nuevamente, tambaleante, lleno de terror y de recuerdos que creía olvidados.

No lo comprendí. No pude recordarlo. Pero algo dentro de mí lo reconoció al instante, desde el momento en que observó el objeto metálico surcar el cielo. En mi mente surgió un eco. Una memoria quemada.

Corrí y salté entre las piedras, entre las ruinas, entre las grietas que exhalaban vapor sulfúrico. El mundo se sacudía bajo mis pies como un animal en agonía. La arena se elevaba. El planeta rugía. Y yo... yo ansiaba con cada fibra de mi ser encontrar aquello que había visto tantas veces en mis sueños. Aquella figura en medio de la oscuridad. Aquella silueta que me acechaba desde el abismo de mi mente.

La nave cayó en un lugar lejano, pero mis piernas ya conocían la ruta. No fue un pensamiento, fue instinto. Corrí con todas mis fuerzas en dirección al lugar de impacto, como si algo me estuviese llamando. Como si una verdad perdida me arrastrara hacia ese lugar. Mis pulmones ardían con cada respiración. La sangre hervía al pasar por mis venas. Pero mi voluntad era más fuerte. Corrí como si me persiguiera el fin del mundo. Como si fuera yo quien lo traía consigo.

Cuando llegué al lugar, todo estaba en llamas. El metal humeaba entre rocas partidas. Una de las alas yacía sepultada bajo una duna de arena. El domo central estaba quebrado. Fragmentos dispersos de lo que alguna vez fue una máquina se esparcían por el lugar como los restos de un gigante sin vida.

Me detuve entre los escombros. El aire se sentía familiar. Revisé el lugar en busca de algún vestigio que me indicase que había algo más allí a parte de metal chamuscado y cenizas. Pero no encontré cadáver alguno.

Entonces las vi. Una serie de pisadas frescas se alejaban en la distancia. Alguien había salido de la nave, y estaba muy cerca.

Me encorvé. Olfateé. Aceché.

Mis músculos vibraban con una electricidad antigua. Mis garras se hundieron en la tierra como cuchillas. Mis fauces, entreabiertas, exhalaban el vapor pestilente de mis entrañas.

Lo busqué por todos lados. Me arrastré entre los restos, recorrí las zonas aledañas al punto de impacto. A cuatro patas. A dos. A veces erguido. A veces reptando, como un animal.

Pero no estaba. No estaba allí. Ni acá. Ni allá. Ni en ningún lugar. Pero había estado, de eso no había duda.

Repentinamente, una idea surcó mi mente como un relámpago. Me dirigí a la ciudad a gran velocidad, y al llegar, mis sospechas se hicieron realidad.

La criatura que cayó del cielo ya había caminado por mis rutas. Había tocado mis muros. Había respirado el aire antiguo de mis dominios. Lo supe antes de llegar. El polvo estaba agitado. El silencio había sido roto después de mucho tiempo. Y un olor nuevo, extraño, pero al mismo tiempo conocido, impregnaba las ruinas que rodeaban el lugar.

En ese momento logré verlo. Lo observé desde la distancia. Se encontraba frente al altar. Parecía estar inspeccionándolo detenidamente, absorto con los diseños grabados en la roca.

Repentinamente giró la vista hacia mi posición, como si supiese que lo había estado acechando durante todo este tiempo. Cómo si pudiese verme, escuchar mi respiración, sentir mi presencia desde la distancia.

Me oculté rápidamente detrás de una gran roca. Cuando volví a mirar... ya no estaba.

Los días pasaron. Me refugié entre las sombras de mis dominios, vigilándolos. Asegurándome de que aquella criatura no intentara apoderarse de mi hogar. No la dejaría. No permitiría que tomara lo que era mío. Lo único que me quedaba. El único lugar en el que me sentía realmente seguro.

A veces salía al exterior para explorar las zonas aledañas. Para asegurarme de que todo estuviese en orden. De que la criatura aún no había descubierto mi escondite. A veces me parecía verla, acercándose lentamente desde la distancia, como un cazador acechando a su presa. Cómo un fantasma. Me busca. Me observa. Me juzga. Sabe en donde estoy. Demanda mi sangre sobre sus manos. Pero no. No dejaré que eso pase, porque yo soy la bestia, y él es mi presa.

Salí de mi refugio. Un santuario improvisado entre las sombras de lo que alguna vez fue una gran civilización. Las ruinas eran un laberinto de escombros y ecos.

Seguía sus huellas. Cada marca en la tierra era un indicio de su presencia. Lo rastreaba entre los restos de un mundo en ruinas que había caído en el olvido.

Después de lo que pareció una eternidad, finalmente lo encontré. Allí estaba él, erguido frente a un altar desgastado por el tiempo y la desolación. Su figura se recortaba contra el cielo como una sombra temblorosa entre las ruinas. Se le veía agotado, como si cada respiración le costara un esfuerzo titánico. Su traje espacial, cubierto de polvo y cicatrices del viaje, parecía un recordatorio de su humanidad perdida. Sus ojos, fijos en la estructura frente a él, reflejaban una mezcla de asombro y confusión.




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