El resplandor de neón del Siren's Call se reflejaba en la pantalla de mi laptop, mezclándose con los perfiles de aspirantes a estrellas que pasaban ante mis ojos.
A mis treinta y cinco años, con una vida que muchos considerarían "hecha" y quince millones de yenes ahorrados como testamento de una década de trabajo incesante, me encontraba en la casilla de salida de una apuesta ridícula: fundar mi propia agencia de idols.
Una agencia de una sola persona, para ser exactos. Mi capital solo daba para una oportunidad. Una solista que tendría que ser la encarnación del talento.
En el pequeño escenario al fondo del bar en Osaka, una chica con un vestido brillante terminaba su canción. La intención era buena; la ejecución... deficiente. Un suspiro cansado escapó de mis labios.
—No tiene talento —murmuré para mí mismo, arrastrando su perfil a la carpeta de [DESCARTADOS].
El sonido de fondo, una mezcla de conversaciones y el tintineo de hielos en vasos caros, parecía un murmullo constante de desaprobación a mi alrededor.
Apareció la siguiente cantante: una joven con una guitarra y una mirada intensa. Tenía la técnica, sin duda, pero su presencia era nula. Cantaba a sus zapatos, desconectada del puñado de personas que le prestaban atención.
—Le falta carisma —sentencié en voz baja, moviendo mis dedos con eficiencia sobre el trackpad para cerrar su archivo.
Otro suspiro. Me recosté en el mullido sillón, frotándome los ojos. La pantalla mostraba otro rostro sonriente, otra biografía llena de sueños y clases de canto.
¿Qué fue eso? Un gallo desafinado de la cantante actual me sacó de mi ensimismamiento. Suspiré por tercera vez, sintiendo el peso de la decisión. Cada perfil que descartaba, cada actuación mediocre que presenciaba, era un recordatorio de que mi sueño y mis ahorros pendían de un hilo. Buscaba un diamante en bruto, pero hasta ahora, solo había encontrado carbón.
La noche aún era joven, pero mi esperanza comenzaba a agotarse.
El eco del último acorde fallido todavía flotaba en el aire cuando las luces del escenario se atenuaron, dejando a la última cantante en una incómoda penumbra. La presentadora, una joven enérgica con un micrófono inalámbrico, saltó al escenario con una sonrisa deslumbrante.
—¡Un aplauso para Miki! —anunció, provocando una tibia respuesta del público—. Vamos a tomarnos un pequeño descanso. ¡Pero no se vayan! En quince minutos volvemos con un talento sorpresa que les volará la cabeza. Mientras tanto, no se olviden de pedir el mejor trago en la barra. ¡Bam! —Lanzó un guiño coqueto a la audiencia antes de que la música enlatada volviera a llenar el local.
«Un talento sorpresa».
Resoplé, pero no con fastidio. Era una variable no planificada, una oportunidad extra. Eficiencia. No podía desperdiciarla.
Mi atención volvió a la pantalla de mi laptop. Ignoré los perfiles que ya tenía en cola y abrí una nueva ventana. Mi software propietario, el Talent Evaluation Dashboard, se cargó al instante. No era una simple base de datos; era mi arsenal. Columnas de métricas, gráficos de análisis de sentimiento, espectrogramas de frecuencia vocal. Un sistema diseñado para traducir el etéreo concepto del "talento" en datos fríos y manejables.
Una búsqueda rápida: "Siren's Call" + "talento sorpresa" + "cantante".
Los resultados eran escasos. Nada oficial. Rebusqué en foros locales de música y en las etiquetas de redes sociales geolocalizadas del bar. Finalmente, un hilo mencionaba un rumor: una artista underground llamada "Ruri" podría hacer una aparición.
Escribí "Ruri" en la barra de búsqueda del Dashboard. El sistema rastreó la web y, en segundos, aparecieron unos pocos resultados. Un perfil en una plataforma de música independiente con dos demos, una cuenta de Instagram con apenas trescientos seguidores y un canal de videos con un par de clips grabados con poca luz en lo que parecía ser una sala de ensayo.
No había fotos de estudio ni biografías pulcras. Perfecto. Un lienzo en blanco.
Arrastré el archivo de una de sus demos, una balada simple a piano, a la ventana de análisis vocal. La interfaz se pobló de inmediato. El espectrograma mostraba la huella digital de su voz: un pico limpio y definido en los agudos, sin el más mínimo atisbo de tensión, y una calidez casi imperceptible pero presente en los registros graves. La consistencia del vibrato era casi mecánica, un 97% de regularidad según el algoritmo. Su afinación era impecable.
Pasé al análisis de sus redes. Las fotos eran artísticas, desenfocadas, jugando con luces y sombras. Nunca mostraba su rostro por completo. El engagement era bajo en números brutos, pero la proporción de comentarios por seguidor era altísima. Sus fans no eran muchos, pero eran devotos.
Tecleé una nota en su perfil: [Control de imagen innato. Genera lealtad, no solo seguidores].
Los datos preliminares eran... prometedores. Peligrosamente prometedores. Se alineaban con varios de los puntos clave de mi proyecto. Sentí un nudo familiar en el estómago, la mezcla de cautela y anticipación que siempre precedía a una posible gran inversión.
Quince minutos pasaron como si fueran treinta segundos. Las luces volvieron a bajar y la presentadora regresó.
—¿Están listos? —gritó, y esta vez el público respondió con más entusiasmo—. ¡Ha estado causando sensación en el circuito underground y esta noche la tenemos aquí! ¡Démosle una bienvenida apoteósica a la increíble... Ruri!
La presentación fue grandilocuente, casi irónica para un bar tan pequeño. Un potente foco blanco se clavó en el centro del escenario, atravesando la niebla artificial que había empezado a brotar del suelo.
La expectación me hizo enderezar la espalda. Este era el momento. La prueba final donde los datos se enfrentarían a la realidad.
La silueta de una figura apareció en el centro del haz de luz: una postura firme, una mano en el pedestal del micrófono.