"El hombre que osa mirar a la luna con deseo,
no hallará descanso ni en la tierra ni en el cielo.
Amar lo eterno es maldecirse a uno mismo,
pues los dioses no perdonan lo que los mortales roban."
— Verso del Cántico de las Sombras
Dicen los ancianos que antes del tiempo de los reyes, cuando los ríos aún no tenían nombre y los montes eran altares abiertos al cielo, la luna descendía cada noche a contemplar el mundo. Su luz no era solo claridad: era guía, era juramento, era la voz de los dioses sobre la tierra. Nadie osaba alzar los ojos con deseo hacia su hermosura, porque sabían que su resplandor no pertenecía a los mortales.
Pero hubo un hombre que desafió esa ley no escrita. Un corazón humano que, en medio de la penumbra, amó lo imposible. Se dice que su mirada era limpia y su fe verdadera, tanto que la luna, conmovida por primera y única vez, descendió del firmamento. Por una sola noche tomó forma de mujer y se entregó a él bajo la sombra de los pinos. Nadie supo qué palabras compartieron, pero el bosque ardió en silencio con el fulgor de aquel amor prohibido.
El precio llegó con la aurora. Los dioses, celosos y crueles, rompieron el cielo con su cólera. El hombre fue arrancado de su propia carne y transformado en lobo negro, su alma dividida entre la fiera y lo humano, condenado a vagar eternamente bajo la noche. La luna, castigada también por su debilidad, fue encadenada para siempre en lo alto del firmamento, obligada a brillar sin descanso, recordándole a él la hermosura que ya no podía tocar.
Desde entonces, cada noche, cuando la reina blanca asciende sobre las montañas, el lobo se alza en los riscos y deja escapar su aullido. Los pueblos tiemblan, creyendo que anuncia desgracias. Pero no saben que ese canto no es de furia ni de hambre. Es un lamento que atraviesa siglos, un grito nacido de la herida más profunda: la de un amor imposible.
La luna escucha, aunque no pueda responder. Sus rayos lo acarician desde la distancia, como manos que ya no pueden estrecharse. Y el lobo, en su condena, responde siempre de la misma manera: alzando su voz hacia el cielo, recordándole que, aunque los dioses lo hayan desterrado, su corazón sigue siendo suyo.
Así comenzó la leyenda del lobo negro y la luna. Una historia que no pertenece a los hombres, sino al eco de la noche. Un romance prohibido escrito en las estrellas, condenado a repetirse mientras existan sombras y mientras la luna siga reinando en los cielos...