El Aullido Prohibido

Capítulo 3: MEMORIAS DE LUZ Y SOMBRAS.

"El tiempo que se roba a los dioses deja cicatrices que ni la eternidad puede borrar."
— Fragmento de las Crónicas de la Luna.

Antes de que los cielos lo condenaran, antes de que la maldición lo arrastrara al cuerpo de la bestia, él fue un hombre. Un hombre con ojos llenos de fuego, corazón abierto y sueños que desafiaban las reglas de los dioses. Caminaba entre los bosques con la seguridad de quien cree que el mundo puede comprender su deseo, pero ignoraba que el cielo vigila, que la eternidad no perdona ni la audacia ni el amor.

Recuerda el primer instante en que la luna descendió. Era una noche que los hombres nunca podrían recordar, porque aquellos que presenciaron la caída de su luz quedaron atrapados entre miedo y éxtasis. Él la vio bajar como un resplandor entre los pinos, una figura etérea y perfecta, y por un instante, todo el mundo se detuvo. Su corazón palpitaba con la certeza de que jamás volvería a existir algo tan puro y hermoso.

Ella lo miró con ojos que reflejaban la eternidad misma. Su luz lo rodeaba, y al tocarlo, la sensación era como la de mil amaneceres condensados en un solo instante. No hubo palabras, o tal vez hubo demasiadas, susurradas en un lenguaje que sólo el corazón puede comprender. Cada gesto de la luna le hablaba de amor y peligro, de deseo y condena, y él comprendió, demasiado tarde, que aquel encuentro cambiaría todo para siempre.

Los dioses observaron desde lo alto, indignados y celosos. Su cólera no se hizo esperar. Cuando la primera luz del amanecer tocó la tierra, su cuerpo comenzó a transformarse. La carne humana se disolvió en sombra y músculo, la mirada humana se convirtió en brasas que ardían con el recuerdo de su pecado. Él no murió; pero tampoco quedó como era. Se convirtió en lobo, guardián de su propio tormento, condenado a vivir bajo la luz que lo había marcado y separado de aquello que amaba.

Desde aquel día, cada noche es un eco de aquella primera y única cercanía. Cada aullido es un recuerdo, cada sombra en el bosque es un fragmento de lo que fue humano y, aún así, todavía capaz de sentir. La luna, eterna y distante, observa sin tocar, su belleza es tanto un alivio como una tortura, un resplandor que ilumina su dolor y confirma su condena.

El lobo recuerda la calidez de la piel humana, la fuerza de la carne, el contacto que nunca podría volver a tener. Recuerda los murmullos que compartieron en silencio, la música de la noche mezclándose con su respiración, y cómo, por un instante, creyó que los dioses podrían ceder ante un amor verdadero. Pero los dioses no perdonan. Nunca perdonan.

Ahora, cada noche, bajo la mirada de su amada inalcanzable, él camina entre sombras y riscos, con el corazón latiendo en un ritmo que la bestia no puede contener. Sus ojos rojos brillan con memoria y deseo, sus aullidos son plegarias que la luna escucha, aunque no pueda responder. Porque amar lo imposible no es sólo dolor: es el hilo que une la eternidad con la condena, y él, lobo y hombre a la vez, es su testigo eterno.




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