"El lamento de lo perdido resuena más allá del bosque;
quien lo escucha sabe que la belleza también puede ser condena."
— Antiguo proverbio de los montañeses.
Cada noche, cuando la luna asciende sobre los riscos y baña los valles con su luz fría, el lobo negro deja escapar su canto. No es un aullido común, ni un signo de amenaza. Es un grito de amor y pérdida que se extiende por los bosques, recorriendo montañas y ríos, alcanzando incluso los pueblos que duermen bajo su resplandor.
Los aldeanos cuentan que quien escucha aquel lamento siente un escalofrío que recorre la médula, como si el mismo aire cargara siglos de soledad y deseo. Algunos cierran las ventanas, persiguiendo con sus plegarias la idea de que se trata de un mal augurio. Otros, más valientes o más insensatos, dicen haber sentido la fuerza del amor imposible, un estremecimiento que atraviesa el alma y deja marcas que nunca se borran.
El lobo se desplaza entre los riscos con la agilidad de un espíritu. Cada paso que da sobre la roca desnuda parece resonar en la tierra, y cada inhalación lleva consigo un recuerdo que se rehúsa a morir. En su pecho arde la memoria de la única noche en que tocó la luna, de la luz que lo marcó y del amor que le fue negado. Y aunque su forma humana se haya perdido, cada gesto, cada mirada de sus ojos rojos sigue cargada de aquella pasión imposible.
Los bosques y las montañas han aprendido a respetarlo. Los animales se apartan cuando pasa, y hasta los vientos parecen inclinarse para escuchar su canto. La naturaleza misma parece comprender que aquel lamento es sagrado, un eco de algo que trasciende la simple vida y la muerte. Es la memoria de lo prohibido, un hilo invisible que une cielo y tierra, luz y sombra, amor y condena.
A lo largo de los siglos, su historia se convirtió en leyenda. Los hombres contaban a sus hijos la historia del lobo negro que aullaba hacia la luna, y cada relato se teñía de admiración y temor. Lo llamaban “el guardián maldito”, “el amante de la luna” y “el espíritu que desafía a los dioses”. Pero pocos comprendían la verdad: su canto no buscaba ser temido, sino recordado, un acto de fidelidad eterna hacia lo imposible.
Cada noche, alzando su cabeza hacia el cielo, el lobo siente la cercanía de la luna y el peso de su propia condena. Su corazón, atrapado entre la bestia y el hombre, late con fuerza infinita, recordándole que amar lo imposible es también vivir con un dolor eterno. Y aun así, continúa, porque la memoria de lo que fue suficiente para mantenerlo vivo, para darle un propósito incluso en la eternidad: cada aullido es un juramento, un recordatorio de que el amor, aunque prohibido y condenado, nunca desaparece.
Y así, mientras la luna observa desde lo alto, su luz inalcanzable acaricia la figura solitaria del lobo. La noche lo envuelve, el mundo lo escucha, y la leyenda de aquel amor imposible sigue creciendo, uniendo la belleza de lo eterno con la tragedia de lo perdido.