El Aullido Prohibido

Capítulo 5: SUSURROS DE LUZ.

"Quien ama lo inalcanzable escucha su propio corazón antes que al mundo."
— Fragmento del Cántico de los Riscos.

La noche se extendía como un océano oscuro, y la luna brillaba sobre los riscos con un fulgor que parecía atravesar la piel del mundo. Para el lobo negro, cada rayo era un filo de luz que cortaba su alma, recordándole la hermosura que jamás podría tocar. Su pelaje absorbía la oscuridad, y sus ojos rojos brillaban con la intensidad de un fuego que ardía desde lo más profundo de su memoria.

Se detuvo en un promontorio, dejando que el viento acariciara su cuerpo. Cerró los ojos por un instante, y en la quietud escuchó el eco de su propia voz, resonando en la soledad de los siglos. No había manada, no había presa ni peligro: sólo él y el recuerdo de la luna. Cada inhalación era un suspiro que llevaba siglos viajando hacia la eternidad, cada exhalación un lamento que buscaba alcanzarla.

En su mente, las imágenes regresaban con fuerza: el rostro de la luna descendiendo entre los pinos, la suavidad de su luz envolviendo su forma humana, la sensación de que todo el mundo se detenía por un instante. Ahora, atrapado en su forma de lobo, el recuerdo lo torturaba. Cada movimiento, cada músculo, cada latido de su corazón recordaba lo que había sido y lo que jamás podría volver a ser.

Alzó la cabeza y aulló. Esta vez, su canto no era solo un eco que viajaba hacia la luna: era un diálogo silencioso, un susurro que cruzaba el vacío del cielo. Su voz llevaba palabras que los mortales no podían comprender, plegarias que no necesitaban ser escuchadas para tener significado. Cada nota era un recuerdo, un deseo, un juramento. “Te amo”, decía sin decir nada; “te recuerdo”, repetía en cada reverberación; “aquí estoy, aunque los dioses me hayan separado de ti”, imploraba en el viento.

La luna lo escuchaba, aunque nunca podía responder. Su luz tocaba su figura, dibujando sombras que parecían abrazarlo, y él se sentía acompañado en su soledad infinita. Pero la distancia era insalvable, y la eternidad implacable. No podía tocarla, no podía acercarse, y cada noche comprendía un poco más el peso de su condena. Su tormento no era físico, sino del alma: un dolor que trascendía la carne y la forma, un amor que existía solo en el eco de su memoria y en el resplandor que lo iluminaba desde lo alto.

Los valles, los bosques y los ríos escuchaban su lamento. La naturaleza misma parecía inclinarse ante su fidelidad, y aunque los hombres temieran sus aullidos, el mundo entero sabía que aquel canto no era furia ni amenaza, sino devoción eterna. El lobo comprendió que su voz se había convertido en un puente entre la eternidad de la luna y la temporalidad de la vida mortal. Cada noche repetía su juramento, y cada noche reafirmaba que, aunque lo imposible lo separara de su amada, jamás renunciaría a ella.

Y mientras la luna brillaba, distante y perfecta, el lobo permanecía en los riscos, inmóvil y vivo, un guardián de su propio tormento, un amante eterno que, en la soledad de la noche, encontraba en su voz la única compañía posible.




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