"El que ama lo inalcanzable aprende que la eternidad es un espejo donde se refleja su propio tormento."
— Fragmento del Libro de los Riscos Eternos.
La luna brillaba con un resplandor implacable, iluminando los riscos y los bosques con una claridad que parecía atravesar la misma esencia del lobo. Él permanecía inmóvil, observándola desde la cima, como si cada fibra de su ser estuviera atada a esa luz que lo había marcado y condenado. Sus ojos rojos brillaban con la intensidad de un fuego antiguo, un fuego que había atravesado siglos sin extinguirse.
Durante años, había recorrido montañas, cruzado valles y escuchado el silencio de los bosques mientras su canto se elevaba hacia el cielo. Cada aullido era un diálogo silencioso con la luna: un susurro que cruzaba la distancia infinita y que llevaba consigo la memoria de su humanidad, la nostalgia de lo que una vez fue y la pasión de lo que jamás podría alcanzar.
A veces, en la quietud de la noche, parecía sentir que la luna lo respondía. No con palabras, porque los dioses habían prohibido tal comunicación, sino con destellos de luz que iluminaban su pelaje y lo hacían sentir, aunque solo por un instante, que su amor no estaba del todo perdido. Cada reflejo plateado era un roce, cada sombra que se alargaba sobre las rocas un abrazo que nunca podría tener.
El lobo cerró los ojos y recordó la primera noche en que la luna descendió, tocando su corazón humano con la suavidad de lo eterno. La memoria de aquel instante era tan viva que dolía más que cualquier herida física. Comprendió entonces que la eternidad de su condena no solo era un castigo, sino también un testimonio de su fidelidad. Cada noche que pasaba en la vigilia era un acto de amor, un recordatorio de que, aunque lo imposible lo separara de su amada, su corazón seguía intacto.
Los valles y los pueblos cercanos dormían bajo su canto, ignorando la magnitud de lo que escuchaban. Para ellos, era un lamento misterioso, una historia de miedo y respeto. Para el lobo, cada eco que regresaba era un espejo de su soledad y un hilo que lo unía a la luna, a su luz inalcanzable. Comprendió que su condena era tanto su castigo como su propósito: vivir eternamente para amar lo que nunca podría poseer.
El viento soplaba entre los árboles y arrastraba su aullido, extendiendo su dolor y su devoción más allá de lo visible. Y aunque la luna permanecía distante, su presencia lo llenaba de fuerza. Porque amar lo imposible no es solo sufrimiento: es también la chispa que mantiene vivo el espíritu, la memoria de un instante perfecto que trasciende el tiempo y el espacio.
El lobo abrió los ojos y alzó la cabeza hacia la luna una vez más. En ese gesto, eterno y solemne, estaba todo su amor y toda su condena: un pacto que ni los dioses pudieron romper, un canto que resonaría mientras los cielos y la tierra existieran, un diálogo silencioso entre la bestia y la luz que había robado su corazón.