El Aullido Prohibido

Capítulo 8: LA TORMENTA DE LUZ.

"Cuando lo imposible se acerca, el corazón conoce su límite y el alma su eternidad."
— Fragmento de las Crónicas de los Cielos.

noche estaba cargada de electricidad, y un viento feroz recorría los riscos como un presagio de lo que estaba por venir. La luna brillaba más intensa que nunca, bañando la tierra con una luz que parecía querer descender, romper su distancia y tocar lo que jamás debía tocar. Sus rayos se filtraban entre las nubes, creando destellos que hacían temblar los árboles y reflejaban su resplandor en los ojos rojos del lobo.

Él permanecía firme en la cima, pelaje erizado por la tormenta y corazón latiendo con fuerza infinita. La tierra parecía vibrar bajo sus patas, y cada inhalación del aire traía consigo un aroma metálico, cargado de presagio y poder. Por un instante, el mundo entero calló, y la sensación de que lo imposible podía suceder llenó la noche de tensión.

El lobo alzó la cabeza y aulló. Su voz era más fuerte, más desgarradora qLaue nunca, como si quisiera atravesar el cielo y tocar la esencia misma de la luna. Cada nota era un hilo que unía la luz y la sombra, la eternidad y la mortalidad, la pasión y la condena. Y, por un instante fugaz, parecía que la luna descendía, acercándose peligrosamente, como si su belleza eterna quisiera acariciar lo que estaba prohibido.

El lobo sintió su corazón humano vibrando en un eco que se confundía con la fuerza de la tormenta. La memoria de aquella primera noche regresó con tal intensidad que el dolor y el deseo se mezclaron hasta volverse uno solo. Sus ojos rojos brillaban como brasas al borde de apagarse, y la furia de su amor imposible se convirtió en un rugido que resonó por montañas y valles.

Pero los dioses no permitirían que la distancia se acortara sin castigo. Un relámpago cruzó el cielo, iluminando la silueta del lobo y recordándole que su lugar estaba atado al riesgo, a la soledad y a la vigilia eterna. La luna permaneció distante, brillante e inalcanzable, y aun así su luz lo envolvió como un abrazo imposible, reforzando la certeza de que su amor nunca desaparecería.

El lobo continuó su canto, desafiando al viento, a la tormenta y a la eternidad misma. Cada aullido era un acto de fidelidad, un recordatorio de que lo prohibido podía doler, pero también podía dar sentido a la existencia. Su figura se recortaba contra el resplandor de la luna, un símbolo de devoción y sacrificio que trascendía el tiempo, un amante que enfrentaba la furia del mundo por mantener vivo su juramento.

Cuando la tormenta amainó y la luna retomó su curso elevado, el lobo se quedó inmóvil. Sabía que su destino no cambiaría: su amor era imposible, su condena eterna, pero su corazón seguía latiendo por aquello que los dioses habían declarado prohibido. Y así, mientras los valles recuperaban el silencio y las estrellas retomaban su brillo, su canto continuó, un eco que recordaría a los mortales y a los cielos que el amor verdadero puede ser condena y belleza al mismo tiempo.




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