El Aullido Prohibido

Capítulo 9: EL ABISMO DE LA ETERNIDAD.

"Amar lo inalcanzable es beber de un río que nunca termina, y ahogarse en su corriente sin fin."
— Fragmento del Cántico de los Desterrados.

La luna estaba en su cenit, blanca y brillante como nunca antes se había visto. Su luz atravesaba los bosques y riscos con una intensidad que parecía casi tangible, como si quisiera tocar la tierra, como si quisiera acariciar al lobo que desde siglos la aguardaba. Él permanecía sobre un risco solitario, su pelaje negro absorbía la oscuridad, y sus ojos rojos ardían con un fuego que parecía capaz de desafiar a los cielos.

El viento soplaba con fuerza, arrastrando hojas, ramas y ecos de antiguas memorias. Cada aullido del lobo era un grito que cruzaba el firmamento, un acto de amor que los dioses habían prohibido, pero que él no podía abandonar. Su voz no era solo lamento: era súplica, confesión y juramento; un recordatorio de que su corazón seguía siendo suyo, y que su devoción no conocería límites, aunque los siglos lo condenaran a la soledad.

En ese instante, la memoria de su humanidad regresó con un doloroso fulgor. Recordó la suavidad de la luz de la luna sobre su piel, la cercanía de lo imposible y la sensación de que, por un instante, todo el mundo podía detenerse. Su aullido se quebró con la emoción contenida: cada nota llevaba siglos de deseo, de pérdida y de fidelidad. No era un simple canto: era la esencia de su alma, pura y desgarrada, entregada al cielo que jamás podría tocar.

El cielo parecía inclinarse ante él, y la luna parecía descender un instante más cerca, como si quisiera recompensar su fidelidad. Pero la eternidad es implacable, y los dioses no perdonan. El lobo comprendió que su amor era un abismo: profundo, hermoso y doloroso, imposible de escapar y imposible de negar. Cada fibra de su ser vibraba con la intensidad de lo imposible, y su conciencia humana se mezclaba con la fuerza de la bestia que se había convertido, creando un ser que existía entre luz y sombra, entre deseo y condena.

Y entonces lo entendió: su destino no era alcanzar la luna, sino permanecer fiel a ella. Cada noche que cantaba, cada sombra que recorría, cada paso sobre los riscos y valles era un acto de amor. No había redención, ni premio, ni abrazo. Solo estaba él, la luna y la eternidad que los separaba. Pero eso era suficiente. Porque amar lo imposible no significa recibir; significa persistir, resistir y vivir con la certeza de que el corazón, aunque desterrado y condenado, nunca olvida.

El lobo alzó la cabeza una vez más. Su canto se elevó más allá de los valles, más allá de los pueblos y montañas, hasta perderse en el horizonte. La luna lo observaba, perfecta y distante, y por un instante, ambos compartieron la eternidad en silencio. Él había aceptado su destino: un amor imposible, una condena eterna y una devoción que ni los dioses podrían romper. Y mientras la noche avanzaba, su canto continuó, resonando como un eco que recordaría a todos que el amor verdadero puede ser condena, tormento y belleza al mismo tiempo.




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