"El que ama sin esperanza lleva su corazón como un fuego que quema eternamente."
— Fragmento del Cántico de las Sombras Eternas.
La luna estaba alta, inalcanzable, y su luz bañaba los riscos como un resplandor cruel que revelaba cada cicatriz del tiempo sobre el pelaje del lobo. Él permanecía inmóvil, sintiendo cada fibra de su cuerpo vibrar con un dolor antiguo y profundo. No era un dolor que pudiera curar el tiempo; era el peso de lo imposible, el fuego de un amor que no podía tocar, la certeza de que la eternidad lo había separado de aquello que más amaba.
Al alzar la cabeza, su aullido no fue solo sonido: fue un grito de agonía, un estallido de memoria y deseo que atravesó bosques, ríos y montañas. Cada nota llevaba siglos de sufrimiento, cada pausa un vacío que ni la luna podía llenar. Los humanos escuchaban aquel canto, pero no podían comprender la profundidad del tormento que lo consumía. No era miedo ni tristeza común; era un dolor que quemaba desde el alma y que se extendía por cada músculo, cada hueso, cada latido del corazón de la bestia.
El lobo sintió un frío que no provenía de la noche, sino de la ausencia de la luna que nunca podría tocar. Sus ojos rojos ardían con lágrimas invisibles; cada centella de luz que rozaba su pelaje le recordaba lo que había perdido, la memoria de lo humano que ya no podía recuperar, el contacto que la eternidad le prohibía. Cada sombra a su alrededor parecía burlarse de su condena, reflejando su soledad en el mundo que lo rodeaba.
Su canto continuó, más desgarrador y profundo que nunca. Podía sentir cómo los valles y los pueblos respondían con ecos, pero no había consuelo. Solo el reflejo de su propio dolor viajando por la tierra, recordándole que no podía tocar lo que amaba. Su corazón, mitad humano, mitad bestia, latía con un ritmo que dolía en cada rincón de su ser. Era un tormento silencioso y eterno, una herida abierta que ni el tiempo ni la soledad podían cerrar.
La luna lo observaba desde su trono de luz, perfecta e inalcanzable, y él deseó con todo su ser que comprendiera. Que sintiera lo que él sentía en cada instante: la intensidad de su amor imposible, la fuerza de su devoción y la magnitud de su sufrimiento. Y aunque la luna permanecía distante, su reflejo parecía rozar su figura, un contacto que era tanto un consuelo como un recordatorio de la condena que cargaba.
Cada paso, cada respiración, cada aullido del lobo estaba impregnado de dolor y amor. No había esperanza, no había alivio, solo la certeza de que lo imposible seguía siendo hermoso y cruel. Y mientras los humanos escuchaban su canto desde los valles, algunos sentían un estremecimiento inexplicable, como si un fragmento de su tormento se filtrara en sus propios corazones.
El lobo permaneció en los riscos, solo, eterno, sintiendo cada latido de su corazón como un puñal de fuego y sombra. Su dolor ya no era solo suyo: viajaba con su canto, atravesaba la tierra, tocaba a los hombres y continuaba hacia la eternidad. Y en cada nota, en cada sombra, se afirmaba la única verdad que conocía: amar lo imposible duele más que la soledad, pero es el único motivo que lo mantiene vivo, respirando y recordando.