El Aullido Prohibido

capítulo 14: EL ORIGEN DEL DOLOR.

"Quien desafía a los dioses con su corazón, lleva su pena como corona y su furia como espada."
— Fragmento del Libro de los Guardianes Eternos.

Antes de que la luna se convirtiera en su luz, antes de que su corazón encontrara aquello que jamás podría poseer, el lobo ya conocía el sufrimiento. No siempre fue bestia: una vez fue humano, capaz de amar con intensidad, de sentir la vida en cada latido, de sostener un abrazo y de ser sostenido. Pero los dioses, celosos de su libertad y de la fuerza de su corazón, lo condenaron a vagar entre dos naturalezas, arrancándole la posibilidad de tocar la felicidad que le pertenecía. Así nació su dolor eterno, la raíz de la furia y la devoción que ahora lo consumían.

Cada amanecer traía consigo el recuerdo de su pérdida: las manos humanas que ya no podía usar, los ojos que ya no podían reflejar amor, y la voz que ahora aullaba en lugar de hablar. Cada sombra y cada viento le recordaban que su vida había sido arrebatada por capricho divino. Su corazón, mitad humano, mitad bestia, latía con una mezcla de nostalgia y rabia que ninguna tregua podía calmar. La soledad se convirtió en su única compañera y el mundo, en un espejo que le devolvía su tormento.

Los dioses observaban desde lo alto, complacidos con su sufrimiento. Su condena era un castigo y un juego: cada instante de su vida mezclaba amor y pérdida, deseo y frustración. El lobo caminaba por los bosques y riscos, arrastrando su dolor, y cada aullido que escapaba de su garganta era un desafío silencioso, un grito que reclamaba lo que le habían arrebatado. No pedía misericordia, no buscaba perdón; solo quería ser escuchado, que el mundo y los cielos comprendieran la intensidad de su agonía.

Fue entonces cuando la luna apareció, distante y perfecta, iluminando su existencia con un brillo que despertó un deseo olvidado. Su belleza y pureza hicieron que la ira contenida y el dolor acumulado se mezclaran en un fuego tan intenso que cada aullido hacia ella parecía un acto de resistencia contra los dioses. Cada nota no solo decía "te amo", sino también "me arrebataron mi derecho a ser feliz, pero no podrán arrebatarme mi devoción".

El lobo entendió que su amor sería imposible desde el primer instante: la luna estaba destinada a ser inalcanzable, y él estaba condenado a observarla, a esperar, a cantar su dolor eternamente. Pero esa condena no debilitaba su corazón; lo fortalecía. Cada noche, su canto recorría valles y pueblos, llevando consigo su sufrimiento, su memoria y su furia, y dejando un rastro que los humanos percibían aunque no lo comprendieran.

Y así, el lobo permaneció en los riscos, solo y eterno, un ser atrapado entre la humanidad que perdió y la bestia que se volvió. Su dolor era su fuerza, su amor imposible su tormento, y la ira de los dioses solo reforzaba la profundidad de su canto. Cada aullido, cada sombra recorrida, cada reflejo de luna sobre su pelaje, hablaba de un amor que no podía tocar, pero que ardería mientras los cielos y la tierra existieran.




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