"Incluso la luz más lejana puede reflejar la verdad de un corazón que sufre."
— Fragmento del Cántico de los Desterrados.
El lobo permanecía en lo alto del risco, su pelaje negro absorbiendo la oscuridad de la noche mientras sus ojos rojos ardían con la intensidad de siglos de dolor. Esa noche, algo cambió. La luna, como nunca antes, pareció inclinarse levemente hacia él, reflejando un brillo que no solo iluminaba su silueta, sino que parecía acariciar su espíritu. Cada fibra de su ser se tensó, un estremecimiento recorrió su columna y su corazón humano, medio olvidado, despertó con un deseo que lo quemaba desde dentro.
Su aullido comenzó con la profundidad de la soledad que había arrastrado durante siglos, un lamento que llevaba en sí toda la memoria de su condena, de su ira hacia los dioses, de su amor imposible. Pero algo en ese brillo de la luna, en esa luz que lo tocaba aunque imposible de alcanzar, lo hizo vacilar: un instante de esperanza, un destello de posibilidad que lo confundió, que le recordó lo que sentía antes de convertirse en bestia.
El dolor seguía allí, intenso y afilado como un filo que no podía retirar. Cada nota de su canto estaba impregnada de deseo, de rabia y de tristeza; y aun así, la luz de la luna parecía responder, como si su reflejo supiera lo que él sentía, como si lo reconociera. Por primera vez, el lobo sintió que su agonía y su amor podían encontrarse en un mismo espacio, aunque fuera solo por un instante, aunque no pudiera tocarla.
Su cuerpo temblaba con cada aullido, y en su mente revivían los recuerdos de su humanidad: la libertad que le fue arrebatada, la ternura que perdió, la ira de los dioses que lo obligó a vagar entre dos naturalezas. Todo eso se mezclaba con el brillo de la luna, y por un instante, el lobo no pudo distinguir dónde terminaba su dolor y dónde comenzaba la luz que amaba.
Los valles y los bosques se llenaron de su canto, y los humanos que lo escuchaban sintieron un estremecimiento inexplicable. No era solo tristeza; era una fuerza que atravesaba la piel, un eco de eternidad y devoción que resonaba incluso en corazones mortales. El lobo no pedía nada, no buscaba consuelo: solo quería que la luna viera, que la luna supiera, que cada lágrima invisible, cada aullido, cada latido, estaba dedicado a ella, aunque los dioses se opusieran.
Y así, por un instante que duró tanto como una eternidad, el lobo y la luna compartieron un reflejo, un destello que confirmó la fuerza de su vínculo imposible. La luna permanecía distante, inalcanzable, pero su brillo parecía más cálido, como si comprendiera la magnitud del dolor que él llevaba, el peso de la condena que lo hacía cantar y amar al mismo tiempo. El lobo comprendió que ese primer contacto no traería alivio, pero sí la certeza de que su amor, aunque imposible, dejaba un rastro imborrable en la eternidad.