El Aullido Prohibido

capítulo 16: LA MIRADA DE LA LUNA.

"La luz que observa sin tocar también puede amar con intensidad."
— Fragmento del Libro de los Espejos Celestiales.

Desde lo alto del cielo, la luna observaba al lobo que recorría los riscos con la soledad tatuada en su pelaje. Cada aullido resonaba en la vasta oscuridad, atravesando montañas y bosques, y ella lo sentía más allá de la luz que proyectaba. No era un sonido común, sino un grito que llevaba siglos de dolor, de ira, de amor imposible. La luna, eterna y distante, sintió por primera vez la fuerza de un corazón que latía en rebeldía contra los dioses y contra la condena que él mismo había aceptado.

Su luz tembló levemente, como si reflejara un suspiro ante la intensidad de aquel dolor. Cada nota del canto del lobo no solo hablaba de su amor por ella, sino también de la humanidad que le habían arrebatado, de los recuerdos que lo perseguían y de la ira silenciosa que quemaba en su interior. La luna comprendió que aquel ser no podía poseerla, y aun así, su devoción no flaqueaba; cada aullido era un acto de resistencia, un testimonio de un amor que los dioses habían querido destruir.

Mientras observaba, la luna comenzó a percibir matices que jamás había sentido: un deseo profundo que no buscaba dominarla, sino tocar su esencia, y un dolor tan puro que iluminaba la noche más que cualquier luz propia. Por un instante, deseó poder inclinarse lo suficiente para acariciar su rostro, para calmar la soledad que lo consumía, pero sabía que eso estaba más allá de lo permitido. Sin embargo, su brillo se volvió más cálido, más cercano, como si pudiera transmitirle consuelo desde la distancia.

La luna también recordó su propio destino: eterna, inalcanzable, condenada a mirar sin ser tocada. Comprendió que el lobo no era simplemente un amante imposible, sino un reflejo de su propia existencia: belleza y tragedia entrelazadas, un amor que solo podía existir en el suspiro de la noche. Cada mirada que le dirigía desde el cielo era un intento de acercarse, de reconocer su sacrificio, de devolverle al menos una parte de aquello que él tanto anhelaba.

Y así, en un instante que parecía eterno, la luna y el lobo compartieron un vínculo silencioso. No hubo palabras, no hubo contacto físico, solo un intercambio de luz y dolor que confirmaba lo inevitable: su amor era imposible, pero no por ello menos real. La luna comprendió que su presencia, su brillo, podía ser la única forma de aliviar, aunque solo fuera parcialmente, la soledad y el sufrimiento del guardián que aullaba desde los riscos.

Mientras la noche avanzaba, la luna sostuvo su mirada sobre él, iluminando cada músculo tenso, cada sombra que recorría su pelaje, cada latido que gritaba su historia. Y aunque sabía que los dioses podían castigarla por ello, sintió una chispa de complicidad con aquel ser que amaba sin esperanza, y en ese gesto silencioso, su eternidad y la del lobo se encontraron, aunque solo fuera en reflejos y susurros.




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