El Aullido Prohibido

capítulo 18: LA PRUEBA DE LOS DIOSES.

"Quien lleva la eternidad en su corazón, se enfrenta al fuego sin quejarse, y aun así, su dolor ilumina el mundo."
— Fragmento del Códice de los Eternos Susurros.

La noche cayó con un silencio más pesado que nunca. El viento que solía acompañar al lobo ahora traía consigo presagios de calamidad: sombras más densas se arrastraban entre los árboles, susurrando advertencias que solo él parecía percibir. Los dioses habían decidido actuar. No era suficiente su dolor, ni su canto, ni su resistencia silenciosa: debían probar su fidelidad y fuerza, someterlo a una tormenta que pusiera a prueba cada fibra de su ser.

Desde lo alto del risco, el lobo sintió la primera sacudida. La tierra tembló ligeramente bajo sus patas, como si los cimientos mismos del mundo quisieran recordarle su fragilidad. Su pelaje se erizó, y sus ojos rojos se llenaron de brasas que reflejaban siglos de sufrimiento. Su dolor se multiplicó, porque ahora no solo amaba sin esperanza, sino que debía enfrentarse a un peligro que podía arrebatarle incluso el reflejo de la luna que tanto veneraba.

Un aullido desgarrador escapó de su garganta, y con él, toda su furia contenida. Cada nota era un grito hacia los dioses, una declaración de que aunque lo intentaran, su amor no sería sofocado. La ira, la tristeza y la devoción se entrelazaban en un canto que atravesaba montañas y valles, llegando incluso a los humanos que, sin entenderlo completamente, sentían cómo sus corazones se estremecían con la intensidad de aquel dolor antiguo.

Las sombras enviadas por los dioses comenzaron a rodearlo, proyectando figuras que reflejaban sus peores temores: soledad infinita, la pérdida de su humanidad y la imposibilidad absoluta de tocar a la luna. Cada aparición lo hacía vacilar, pero no ceder. Su corazón humano dolía con cada visión, su lado bestial rugía con cada amenaza, y su espíritu se mantenía firme, alimentado por un amor que los dioses no podían quebrar.

Mientras el lobo enfrentaba la prueba, la luna, desde lo alto, brillaba con más fuerza, como si su luz fuera un refugio para él. Aunque no podía tocarlo, podía enviarle coraje, recordándole que incluso en la oscuridad y bajo la ira divina, su devoción no estaba sola. Cada destello de luz parecía atravesar las sombras que los dioses enviaban, como un hilo invisible que conectaba ambos corazones imposibles.

La tormenta celestial duró horas, cada momento un desafío que amenazaba con quebrarlo. Pero el lobo, impulsado por su dolor y su amor, permaneció en los riscos, su canto un puente entre su sufrimiento y la luz de la luna. Cuando finalmente el ataque cesó, no había tregua completa, pero sí una confirmación: los dioses habían visto su resistencia, y aunque lo castigarían nuevamente, también reconocieron que su amor imposible era más fuerte de lo que podían destruir.

El lobo se quedó solo, exhausto, cada músculo temblando, cada latido un recordatorio de su dolor. Sin embargo, su mirada se elevó hacia la luna, y en esa luz distante encontró un consuelo imposible: su amor, aunque prohibido, seguía vivo, intacto, desafiante y eterno.




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