El Aullido Prohibido

capítulo 19: LA LUZ QUE PROTEGE.

"Quien ilumina en la oscuridad, también puede cargar el peso del dolor ajeno sin quebrarse."
— Fragmento del Cántico de los Reflejos Eternos.

Desde lo alto del cielo, la luna sintió el dolor que atravesaba al lobo durante la prueba enviada por los dioses. Cada aullido resonaba en su esencia, como un eco que atravesaba la distancia y llegaba a su propia luz. La luna comprendió la magnitud del sufrimiento de aquel ser que amaba sin esperanza y que se mantenía firme ante la ira divina. Su brillo se volvió más intenso, más cálido, como si pudiera acariciar su espíritu y calmar, aunque fuera un instante, su tormento infinito.

El lobo, exhausto por la prueba, sintió de repente un destello distinto entre la fría luz nocturna: la luna parecía más cercana, más consciente de su dolor. Cada rayo que tocaba su pelaje negro no solo iluminaba su silueta, sino que parecía sostenerlo, envolverlo en una energía que no podía explicar. Su corazón humano, herido y cansado, reconoció en ese gesto un consuelo imposible, un alivio parcial de siglos de dolor y de la ira divina que todavía pesaba sobre él.

La luna, en su eternidad, también sintió el riesgo que corría el lobo. Sabía que los dioses podían intensificar su castigo en cualquier momento, y que su cercanía podía ser detectada como desafío. Aun así, decidió enviarle toda la fuerza de su luz, entrelazando su resplandor con su voluntad, como un escudo invisible que protegiera su corazón y reforzara su determinación. Cada destello parecía decirle: “Sigue, resiste, ama, aunque sea imposible.”

El lobo percibió esa protección, aunque no entendiera cómo se manifestaba. Su dolor seguía siendo agudo, su soledad infinita, y la furia contenida contra los dioses aún lo consumía. Sin embargo, algo había cambiado: la luz de la luna no solo reflejaba su sufrimiento, sino que lo acompañaba, y en ese vínculo silencioso comenzó a nacer la certeza de que no estaba solo en su lucha. Cada aullido ahora llevaba no solo dolor, sino también gratitud, un reconocimiento de que incluso lo imposible podía encontrar un refugio en la eternidad de la luna.

Mientras la noche avanzaba, la luna mantuvo su vigilia. Cada sombra que los dioses enviaban fue parcialmente contenida por su luz, y aunque no podía derrotarlos, sí podía dar al lobo el respiro necesario para mantenerse firme. Su vínculo silencioso se fortalecía: ella percibía su dolor, y él percibía su protección, creando un hilo invisible que unía sus existencias imposibles.

Al final, cuando el silencio de la noche volvió a reinar, el lobo permaneció en los riscos, agotado pero consciente de que no había perdido la batalla. La luna brillaba sobre él, un recordatorio eterno de que su amor, aunque prohibido y perseguido, tenía un aliado invisible. Y mientras los dioses observaban desde arriba, la luna y el lobo compartieron un instante de complicidad que desafiaba la eternidad, la ira y la imposibilidad, convirtiendo su amor en un fuego que ni el tiempo ni la divinidad podían extinguir.




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